La Pona no tiene precio… ni permiso posibles multas a los constructores

Cuando entra en escena la autoridad federal para frenar una obra, es porque lo evidente ya no puede maquillarse y con ello comienza la pérdida del control de relato para quienes desean especular con el valor comercial de la Pona: La Pona es una zona con valor ecológico protegido, no un baldío más listo para convertirse en fraccionamiento. Y eso, por más que pese a algunos, cambia radicalmente las reglas del juego.
Cuando la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) detiene una obra y coloca sellos de clausura, se activa no solo un proceso legal, sino un acto simbólico que trasciende la burocracia: La Pona es más que un terreno; es una expresión viva del derecho colectivo a habitar una ciudad con dignidad ecológica.
Lo que ocurre en Aguascalientes no es un caso aislado. Es un microcosmos de la disputa contemporánea entre el capital inmobiliario y el derecho a la ciudad, concepto acuñado por Henri Lefebvre, quien señaló que la ciudad debe ser apropiada socialmente por quienes la habitan, no por quienes la mercantilizan. La lucha por La Pona —último gran pulmón urbano de la ciudad— se inscribe en esa batalla, donde el acceso a espacios verdes no es un lujo, sino un derecho fundamental.
Las sanciones anunciadas por la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) no son menores: multas de hasta 5 millones 576 mil pesos, restauración del daño ambiental, suspensión de obras y, quizás lo más relevante, el reconocimiento implícito del carácter protegido del predio. El mensaje es claro: no se pueden talar árboles ni remover suelo forestal sin permiso, mucho menos en un ecosistema que durante décadas ha sido identificado como el último gran pulmón urbano de Aguascalientes.
El sueño de los empresarios dueños del predio, de convertir sus 33 hectáreas en oro inmobiliario, se desinfla ante la realidad jurídica. La cifra de “500 millones de pesos” que han pretendido imponer como valor comercial de La Pona no se sostiene en un predio con vocación ambiental, sin permisos ni viabilidad ecológica. Un terreno que no puede ser urbanizado simplemente no vale eso. Aquí, el derecho ambiental tiene la última palabra.
Como bien lo han advertido investigadores como David Harvey, cuando el urbanismo se convierte en negocio, las ciudades dejan de ser espacios para la vida y se transforman en mecanismos de acumulación de capital.
La noticia de que el gobierno estatal y municipal buscarán una permuta o compra parcial del predio, siempre y cuando sea a un precio razonable, confirma otra verdad: la especulación inmobiliaria choca con los límites del interés público y el bien común. Ni el pueblo ni el erario tienen por qué pagar los caprichos de quienes, a pesar de los dictámenes técnicos y los recursos legales, quisieron urbanizar a toda costa.
Además, esta crisis ha demostrado algo fundamental: la resistencia organizada de la ciudadanía sí tiene efectos reales. Fue gracias al plantón, a la presión en medios, a la vigilancia constante de activistas y académicos, que el escándalo no fue ocultado. Hoy la maquinaria está detenida, los sellos están puestos y la narrativa ya no la escriben los desarrolladores: la escriben los árboles que aún siguen en pie.
Este no es solo un pleito por la tierra; es una disputa por el modelo de ciudad que queremos. Aguascalientes debe decidir si quiere ser una metrópoli de concreto o una comunidad que respeta su historia natural y cultural. La Pona no se defiende solo por su valor ambiental, sino porque representa el límite de lo permisible en un contexto de avaricia disfrazada de desarrollo.
Así que no: La Pona no vale 500 millones. Vale más. Vale lo que cuesta respirar aire limpio, lo que significa resistir por generaciones, lo que duele perder un árbol centenario. Pero eso no quiere decir que se le tenga que pagar más a los especuladores dueño del terreno, ya que ellos fijan sus expectativas en una fantasía especulativa de un supuesto valor comercial, el cual no existe al tratarse de un terreno protegido por ecología.
Un terreno declarado como Área Natural Protegida (ANP) o con alguna categoría de conservación ecológica no puede ser usado para construir fraccionamientos, centros comerciales o fábricas, por lo tanto, no genera plusvalía urbana o valor a la renta. Su valor comercial se basa en usos permitidos: conservación, educación ambiental, investigación científica, o ecoturismo controlado. Lo que confirma que no vale lo que desean los especuladores.
Hoy queda demostrado: no hay valor comercial que justifique la destrucción ambiental. Y cuando la ley se aplica, ni los sueños del dinero fácil pueden contra la realidad del derecho y la conciencia social.