SALVADOR HERNÁNDEZ, NI PUEDE NI DEBE SER MAGISTRADO

SALVADOR HERNÁNDEZ, NI PUEDE NI DEBE SER MAGISTRADO

Cuando me preguntan por qué pongo tanta atención a la candidatura de Salvador Hernández Gallegos, mi respuesta es clara: porque los hechos apuntan a que es un individuo profundamente corrupto y con conductas reprobables que no deberían tener cabida en alguien aspirante a un cargo judicial. No se trata de una opinión subjetiva ni de un ataque personal, sino de una conclusión basada en elementos concretos que puedo sustentar.

Primero, como presidente del tribunal electoral, Salvador fue directamente responsable de permitir el uso indebido de recursos públicos y de las instalaciones del tribunal para la autopromoción de Ociel Baena, «le magistrade». Esto no es un secreto: las acciones de Ociel, que incluyeron un «show» personal a costa del erario, no habrían sido posibles sin el aval y la complicidad de Salvador. Eso ya de entrada pone en duda su integridad como administrador de un órgano judicial.

Pero eso es solo el inicio. Como juzgador, su historial es igual de cuestionable. Tuve que intervenir directamente para revocar tres sentencias que él y Ociel emitieron en contra de Omar Valdés, un hombre inocente al que intentaron perjudicar solo para fortalecer su imagen de «feministas». Estas resoluciones no solo fueron injustas, sino que evidencian un patrón de abuso de poder y manipulación de la justicia con fines personales. En la última de estas sentencias, la propia Sala Monterrey reprendió a Salvador y a Ociel por su insistencia en buscar sancionar injustamente a un inocente, dejando en evidencia su falta de criterio y su disposición a torcer la ley por motivos ajenos a la justicia.

El caso se agrava cuando analizamos cómo Salvador y Ocielintentaron controlar el tribunal, deteriorando el ambiente laboral dentro del mismo. Por ejemplo, cuando Edgar López denunció a Ociel por acoso sexual y a Salvador de hostigamiento laboral, la respuesta no fue investigarlo, sino intimidar a Vanessa Soto para que acusara falsamente a Edgar de un intento de homicidio que nunca fue tal. Este montaje, orquestado entre Salvador y Ociel, es una muestra clara de su disposición a fabricar delitos para silenciar a quienes los enfrentan. Cuando Edgar persistió en sus denuncias por acoso sexual, laboral y nepotismo, lo despidieron del tribunal en un acto que apesto a conflicto de intereses. No conforme con eso, Edgar hizo público que recibió amenazas de muerte, un hecho que no puede descartarse como casualidad.

La magistrada Llamas también fue víctima de este esquema. La hostigaron hasta el punto de que tuvo que denunciarlos por violencia de género y abandonar físicamente el tribunal por temor a su seguridad. Vanessa Soto, por su parte, sufrió una presión tan intensa que tuvo que dejar el estado, solo para regresar después y confrontarlos públicamente, acusando a Salvador de ofrecerle dinero para que guardara silencio. Estos no son rumores ni especulaciones: están documentados en denuncias formales y respaldados por videos que cualquiera puede verificar.

Aclaro que no me interesa discutir con el fantasma de Ociel, quien ya falleció. Si lo menciono, es únicamente por el contubernio que siempre mantuvo con Salvador en todas sus fechorías, y no por ánimo de revivir su trágico deceso. Mi foco está en las acciones de Salvador, que sigue vivo y buscando un cargo que no merece. Por si fuera poco, está impedido constitucionalmente para postularse a un cargo político, un requisito que conoce perfectamente pero que parece dispuesto a ignorar mediante favores políticos y maniobras poco transparentes. Esto no solo refuerza la idea de su desprecio por la legalidad, sino que lo descalifica de facto como candidato. Además, resulta particularmente indeseable que un ex magistrado electoral como él sea postulado por los mismos políticos que ha juzgado en el pasado. Esta situación huele a pago de favores y plantea un evidente conflicto de intereses, ya que su historial sugiere que podría haber actuado más como aliado que como juez imparcial en esos casos. Es más grave aún que estos patrones de conducta —corrupción, abuso de poder, intimidación y desprecio por las normas— lleguen ahora al Supremo Tribunal de Justicia, un espacio que debería ser un bastión de imparcialidad y rectitud, no un refugio para quienes han demostrado lo contrario.

Podría seguir con más ejemplos, pero prefiero ceñirme a lo que puedo probar con hechos concretos. Si Salvador quiere rebatir algo de esto, estoy abierto a un debate público donde las pruebas hablen por sí mismas. Respeto la presunción de inocencia y no pido meterlo a la cárcel sin un proceso justo, pero su trayectoria lo pinta como alguien que no debería estar cerca de la impartición de justicia. Un juez debe ser intachable, y Salvador Hernández Gallegos está muy lejos de serlo.

Alan D Capetillo
Alan D Capetillo

Alan D Capetillo

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