Las ventanas rotas y la corrupción

En las ciudades, una ventana rota puede parecer un detalle menor. Un grafiti en la pared, una banqueta descuidada, un lote baldío convertido en basurero. Son signos inequívocos de abandono, falta de mantenimiento, descuido, intransigencia, pobreza y corrupción.
En el año 1969 el psicólogo social Philip Zimbardo, profesor de psicología social de la Universidad de Stanford realizó un curioso experimento, la prueba consistía en abandonar en la calle dos automóviles idénticos: uno en el conflictivo barrio neoyorkino del Bronx y otro en la ciudad de Palo Alto en California, un lugar de riqueza con una elevada calidad de vida. El primero fue objeto de vandalismo a los pocos días, mientras que el segundo se mantuvo prácticamente intacto.
El delito es mayor en las zonas descuidadas, sucias y maltratadas.
Basados en esta investigación de Zimbardo, los criminólogos James Q. Wilson y George L. Kelling publicaron en 1982 su teoría de las ventanas rotas, la cual explica cómo el deterioro y el desinterés pueden incitar a la delincuencia. Según sus investigaciones y conclusiones, cuando el desorden urbano y la incivilidad no se controlan, se genera un efecto dominó: la falta de mantenimiento en los espacios públicos debilita la percepción de autoridad, fomenta la anomia social y puede derivar en delitos más graves, que se reflejan en el comportamiento delictivos en toda la sociedad.
En términos simples la conclusión se abrevia en: sí una ventana rota no se repara, pronto habrá más ventanas rotas, más delitos menores y, eventualmente, crímenes mayores.
La idea es seductora: si el crimen se propaga como una infección, sin distinción de clase social, la solución no está solo en castigar a los delincuentes, sino en evitar que el ambiente urbano, social y político propicie su proliferación.
Este enfoque ha moldeado estrategias de seguridad en distintas partes del mundo, especialmente en Nueva York durante la década de los 1990, así como en diversas ciudades mexicanas, con resultados dispares y un intenso debate sobre su efectividad real; así como sus consecuencia más palpable que generó el incrementó de violacion al debido proceso y los a Derechos Humanos; criminalizando la pobreza sin darse cuenta que como dice un clásico del cine mexicano “los ricos también lloran”. Sin embargo el planteamiento James Q. Wilson y George L. Kelling tiene muchos elementos teóricos y prácticos que motivan a la reflexión, tanto en la academia como en la vida pública.
Regresando al caso más emblemático de la aplicación de esta teoría ocurrió bajo la administración de Rudy Giuliani y su jefe de policía, William Bratton, en Nueva York. Su estrategia de “tolerancia cero” se basó en la teoría de Wilson y Kelling como fundamento principal para perseguir agresivamente los delitos menores como el grafiti, la mendicidad y el comercio informal. Sin darse cuenta que cada clase social tiende a generar sus propios tipos de delitos y tasas específicas de delitos, por lo que las estrategias deben de variar según las variables sociodemográficas. Ya que tanto el pobre como el rico al ver “ventanas rotas”, pueden desarrollar conductas transgresoras propias que dependen de su posición social (como el asalto, tráfico de influencias, malversación de bienes o delitos de cuello blanco, por mencionar unos que son propios de diversos entornos sociales).
Los resultados fueron espectaculares: entre 1993 y 2001, la tasa de homicidios en Nueva York cayó más de un 60%, los robos en el metro se redujeron drásticamente y la percepción de seguridad mejoró. Los defensores de la estrategia argumentaron que al frenar los delitos menores se evitaba la escalada de crímenes más graves, logrando una transformación urbana visible.
Sin embargo, sus críticos señalaron que la reducción del crimen no se debió sólo a la aplicación de la teoría de las ventanas rotas, sino a factores económicos, demográficos y tecnológicos, como la caída del consumo de crack o el uso de datos para patrullajes más eficientes. Además, la «tolerancia cero» llevó a una criminalización desproporcionada de comunidades vulnerables, con detenciones masivas por infracciones menores que afectaron principalmente a minorías raciales y personas en situación de calle, justo lo que se observa en el Juzgados Cívicos de Aguascalientes, en donde por faltas administrativas los o peor aún, “por portación de cara”, son detenidos ciudadanos sin mediación ante una pésima estrategia de seguridad “barredora”, que estigmatiza al ciudadano y vulnera Derechos Humanos (Que conste no estamos hablando de las condiciones de sanidad, seguridad e higiene en la que se encuentran las celdas del Juzgado Cívico, que demeritan la calidad humana de sus trabajadores y huéspedes involuntarios).
Estas estrategias de operativos “barredora”, impulsada por la Secretaría de Seguridad del Estado y del Municipio de Aguascalientes, además de violentar Derechos Humanos, generan incredulidad en los cuerpos policiacos, este uso sin discreción de la fuerza pública produce al mismo tiempo origina formas de organización que se reflejaron en las nuevas estrategias de organización de las “sociedades en las esquinas” y un refinamiento en los hábitos y procedimientos del crimen organizado.
Sin embargo, la aplicación de esta teoría en México y en específico en Aguascalientes enfrenta un problema central: la debilidad institucional y la corrupción. A diferencia de Nueva York, donde la policía estaba relativamente profesionalizada, en muchas ciudades mexicanas la vigilancia del orden ha sido utilizada para extorsionar a ciudadanos, amedrentar al periodista, investigadores sociales, políticos y a los comerciantes informales, en lugar de reducir la criminalidad real. En estos casos, el énfasis en la apariencia del orden ha servido más para encubrir la corrupción que para erradicarla.
Bajo esta perspectiva si el ciudadano observa corrupción e impunidad de parte de sus políticos y/o policías y/o fiscales, el ciudadano con pocas herramientas y relaciones morales y sociales, comenzará a comportarse consecuentemente dentro de los valores anómicos, en el sentido de Émile Durkheim la corrupción y la impunidad, son la base para justificar graves comportamientos que son retratados en dichos populares como “el que no transa no avanza”, “no hay políticos que no sean corruptos”, etc. ver:
Un aspecto poco discutido de la teoría de las ventanas rotas es su relación con la corrupción. En teoría, si el desorden urbano fomenta la percepción de impunidad, entonces combatirlo debería también reducir la corrupción institucional. Pero, ¿es esto cierto?
En Nueva York, el fortalecimiento del control policial sobre el espacio público no sólo redujo el crimen, sino que también impactó la gobernanza urbana. La idea de Giuliani era que una ciudad limpia y ordenada inspira confianza y respeto por la ley, desalentando tanto el delito callejero como los abusos dentro de la burocracia.
En México, en cambio, el desorden urbano no sólo es un problema estético, sino también un reflejo de las redes informales de poder y corrupción. La venta de permisos irregulares, la impunidad en la construcción de asentamientos ilegales o el cobro de cuotas por parte de policías y funcionarios convierten al desorden en un negocio lucrativo. En este contexto, mantener la apariencia de orden puede ser una estrategia para simular eficacia sin atacar las causas profundas de la corrupción.
Más allá de sus beneficios, la teoría de las ventanas rotas ha sido duramente criticada por su impacto en Derechos Humanos y equidad social. ¿A quién beneficia realmente la imposición del orden? En muchas ocasiones, la persecución de delitos menores termina afectando desproporcionadamente a los sectores más pobres, mientras que los grandes actos de corrupción y criminalidad organizada siguen operando con impunidad.
Además, la aplicación de esta teoría ha servido como pretexto para justificar políticas autoritarias. En varias ciudades, ha derivado en prácticas de perfilamiento racial, abuso policial y aumento de detenciones arbitrarias. En México, la vigilancia del espacio público ha estado marcada por prácticas corruptas en las que se castiga a los más débiles, mientras que los grandes criminales siguen operando con la complicidad de las autoridades.
La pregunta sigue abierta: ¿es el orden visible una herramienta eficaz para combatir la inseguridad y la corrupción, o solo una cortina de humo que oculta problemas más profundos?
Regresamos al caso Aguascalientes, donde ya es normal saber cada día un escándalo nuevo de corrupción, delitos de secuestro, asesinato, robo y asalto entre otros que se encuentran lamentablemente en constante incremento, mientras se normalizan en la sociedad, perdiendo eficacia y credibilidad cada vez más las autoridad competentes en el combate de estos males sociales.
¿Por qué no se responde de manera adecuada ante el incremento de los delitos en Aguascalientes? Porqué la autoridad encargada en Aguascalientes como Jesús Figueroa Ortega están más interesados en sus negocios particulares que atender sus responsabilidades por las que protestó públicamente realizar (ver: TRÁFICO DE INFLUENCIAS Y ABUSO DE AUTORIDAD DEL FISCAL JESÚS FIGUEROA; acusado de tráfico de influencias, uso indebido de recursos públicos entre otras cosas, son los primeros detalles que el fiscal entrante Manuel Alonso García deberá de investigar o enterrar el caso del fiscal posible miembro de “la mafia inmobiliaria de Aguascalientes”.
Y ya que hablamos de Manuel Alonso García, segundo secretario de seguridad en el periodo de Teresa Jímenez, ahora Fiscal General del Estado de Aguascalientes, en marzo 2021, fue acusado por el gobernador del Estado de Puebla, Miguel Barbosa Huerta de haber estado relacionado con la fuga de un secuestrador en Zacatlán, luego de que por esos hechos fue detenido uno de sus colaboradores, el exdirector de la Policía Estatal Preventiva, Carlos Cárdenas Ramírez (ver: En Revista Proceso: “Mala decisión, no lo conocen”: Barbosa lamenta nombramiento de Manuel Alonso en Aguascalientes), pero en Aguascalientes lejo de investigarlo y esclarecer los hechos, mejor lo premian, a pesar de que como secretario de seguridad los números en su gestión sean lo de incrementar la violencia y la inseguridad en el Estado. Pero queda claro que Manuel Alonso García “estará en donde mejor le pueda servir a la gobernadora Teresa Jimenez”, lo que nos da entender claramente cuál será la preocupación principal de este funcionario durante siete años al frente de la Fiscalía General de Aguascalientes y no es precisamente cuidar y garantizar a los ciudadano la paz social. (Ver: El poblano Manuel Alonso, próximo Fiscal de Aguascalientes)
Estos ejemplos de altos funcionarios y la poca credibilidad social por sus comportamientos como funcionarios, hacen que bajo la lupa de “las ventanas rotas”, lo denunciado en Facebook por el Licenciado Jesus Eduardo Martín Jauregui el pasado 27 de febrero de 2025, sea un comportamiento normal de los cuerpos de seguridad, ya que al ver impunidad de los de arriba, los de abajo comienzan hacer lo mismo.
Soló estamos comenzando a ver la punta del iceber. Esto apenas comienza.