Raíces en alto

Su corteza, rugosa y agrietada, conserva la huella del tiempo. Cada línea guarda un vestigio. Cada pliegue, una vivencia. Desde abajo, su silueta se despliega como un mapa orgánico, con ramas que se extienden sin prisa, como si intentaran descifrar el cielo.
Este árbol, firme sin rigidez, no domina: persevera. Conoce el valor del silencio, la virtud de la espera, la necesidad de mantenerse, incluso cuando todo alrededor cambia. Ha dejado atrás la urgencia, pero aún sostiene lo que nace.
En su estructura conviven los extremos: el brote reciente y la madera endurecida. Claridad y penumbra, amanecer y ocaso, se entrelazan en sus brazos sin romper el equilibrio. Esa fusión de contrarios lo vuelve esencial.
No sigue una simetría. Se mueve en libertad. Su forma no se repite, se transforma. No imita. Se afirma en lo que ha resistido.
Contemplarlo es un acto de humildad. Transmite sin palabras. Acompaña sin exigir. Ofrece sin condiciones. Alrededor suyo, el aire adquiere otro ritmo: más puro, más sereno, más cercano.
No es una presencia aislada, aunque lo aparente. Bajo el suelo, lo une una red invisible a otros troncos, otras raíces, otras memorias. Su fortaleza proviene del lazo, no del aislamiento.
A menudo olvidamos que estos seres estuvieron antes que nosotros. Nos cobijan. Nos recuerdan. Basta alzar la mirada para comprenderlo. La fotografía presentada en este especio la tomé el 14 de abril de 2025, en el parque de las Tres Centurias.

Más allá de la mirada: Un árbol puede albergar hasta 2.000 especies distintas de organismos. Aunque parece inmóvil, en él habita un ecosistema dinámico, diverso y vital.
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