Geopolítica del agua: el conflicto silencioso de este siglo

Durante años escuchamos la frase: “las guerras del futuro serán por agua”. Muchos la repetían como si fuera una exageración o una advertencia lejana. Pero hoy, esa profecía se ha vuelto una realidad que nos rodea, silenciosa pero contundente. Aunque no siempre aparece en los titulares, el conflicto por el agua ya está aquí. Comunidades enteras viven sin acceso garantizado al recurso, mientras territorios, industrias y gobiernos compiten por su control. Al final del día, hablamos de algo tan básico como vital: el agua.
Este recurso, que debería estar asegurado para todas y todos como un derecho humano, se ha transformado en una palanca de poder. Quien controla el agua tiene ventaja económica, influencia política y dominio territorial. Y en un mundo marcado por la crisis climática, la sobreexplotación de recursos y el crecimiento urbano desmedido, esa ventaja se vuelve cada vez más determinante.
La disputa por el agua no es nueva. Desde la antigüedad, el acceso a fuentes de agua ha definido el auge y la caída de civilizaciones. Egipcios, mesopotámicos, mayas y muchos otros organizaron su vida política y productiva alrededor del agua. En tiempos modernos, la gestión hídrica se convirtió en parte fundamental del aparato estatal. Durante el siglo XX, el desarrollo de grandes obras hidráulicas y presas fue símbolo de progreso, pero también de desigualdad, despojo y centralización del poder.
En el plano legal e internacional, el reconocimiento del agua como bien público y derecho humano ha sido gradual. En 2010, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución 64/292, donde se reconoce el derecho al agua potable y al saneamiento como derechos fundamentales. Sin embargo, más de una década después, millones de personas en todo el mundo aún carecen de acceso suficiente, salubre y asequible.
América Latina ha sido escenario de luchas importantes contra la privatización del agua. Uno de los casos más emblemáticos fue la “guerra del agua” en Cochabamba, Bolivia, en el año 2000. La concesión del servicio a una empresa extranjera desató protestas masivas que lograron revertir el contrato. Fue un punto de inflexión que inspiró a movimientos sociales en toda la región y que dejó una lección clara: el agua no es una mercancía.
En México, el panorama es igualmente complejo. A lo largo del país se repiten casos donde el acceso al agua está marcado por la desigualdad, la opacidad y el conflicto. En 2020, el estado de Chihuahua vivió una confrontación significativa cuando agricultores se opusieron a la entrega de agua a Estados Unidos en cumplimiento del Tratado de 1944. La situación escaló a enfrentamientos con la Guardia Nacional, evidenciando la falta de diálogo, transparencia y corresponsabilidad en la gestión del recurso.
En el norte del país, la región de La Laguna, compartida por Coahuila y Durango, enfrenta desde hace décadas una grave crisis por la sobreexplotación del acuífero principal. La presencia de arsénico en el agua potable se ha vuelto un problema de salud pública que no ha sido resuelto de manera estructural. Por su parte, en la zona metropolitana del Valle de México, millones de personas viven con un suministro intermitente, mientras se pierden diariamente miles de litros por fugas en una red vieja y mal mantenida. La infraestructura hídrica obsoleta, sumada a una creciente demanda, ha provocado una desigualdad creciente en el acceso.
A estas realidades se suman otras igualmente urgentes. En Nuevo León, la crisis hídrica alcanzó su punto más crítico en 2022. El suministro colapsó, y miles de familias quedaron sin agua durante semanas. Mientras tanto, las grandes industrias cerveceras y refresqueras continuaban operando, generando indignación social. La crisis reveló la fragilidad del modelo hídrico estatal, basado en pocas fuentes, sin alternativas ni planeación a largo plazo. La emergencia obligó al gobierno a replantear su estrategia, pero también dejó en claro que sin justicia en el acceso, el agua puede convertirse en un detonante social.
En Aguascalientes, el agotamiento del acuífero principal ha encendido las alertas. La sobreexplotación para uso agrícola e industrial, junto con el crecimiento urbano desordenado, ha superado por años la capacidad de recarga natural. Las autoridades han advertido del alto estrés hídrico que vive el estado, y la disyuntiva es clara: o se transforma el modelo de desarrollo, o las consecuencias serán irreversibles.
En Querétaro, la llamada “Ley de Concesiones” encendió protestas al abrir la posibilidad de privatizar el servicio de agua. En estados como Puebla, Veracruz y Baja California, pueblos originarios han denunciado el despojo de sus fuentes para beneficiar a empresas o megaproyectos. Estos casos reflejan una tendencia preocupante: el uso del agua no se decide desde el territorio, sino desde escritorios lejanos, donde el interés económico pesa más que el bienestar colectivo.
El problema no es solo la escasez física del agua, sino la desigualdad en su distribución, el descontrol en su uso y la falta de participación en su gestión. En muchas ciudades, las colonias con más recursos tienen agua potable 24 horas, mientras que en otras comunidades el agua llega cada tercer día, o no llega. Y lo que debería ser un derecho, termina convertido en una carga económica, ambiental y social.
El panorama se vuelve más crítico con la mercantilización global del agua. Desde 2020, el agua se cotiza en los mercados financieros de futuros en Wall Street. Esto significa que actores privados pueden especular con su precio, como si se tratara de oro o petróleo. En ese modelo, el acceso al agua ya no depende de la necesidad, sino de la capacidad de pago.
Frente a esto, también ha crecido la criminalización de las resistencias. En México, defensores del agua han sido amenazados, perseguidos y en algunos casos asesinados. Según Global Witness, nuestro país se encuentra entre los más peligrosos del mundo para quienes defienden el medio ambiente, y muchas de esas luchas están vinculadas al agua. Las personas que se oponen a concesiones abusivas o a megaproyectos extractivos no solo enfrentan al poder económico, sino también al aparato de justicia y seguridad.
Todo esto nos obliga a repensar la relación con el agua. No basta con verla como una cuestión técnica o ambiental. Es un tema político, ético y de derechos. Necesitamos una nueva ética del agua, que ponga en el centro la vida y no el lucro. Y que reconozca que el agua es un bien común, que debe gestionarse con justicia, equidad y participación.
Los gobiernos tienen la responsabilidad de actuar. No basta con perforar más pozos o ampliar redes. Se requiere actualizar la legislación, cancelar concesiones abusivas, proteger fuentes naturales y garantizar que todas las personas, sin importar su código postal, tengan acceso digno al agua.
La sociedad también debe asumir su papel. Informarse, organizarse, cuidar el recurso en el día a día, exigir transparencia y justicia hídrica. Porque el agua no puede esperar. Y si no actuamos ahora, el precio lo pagaremos todos.
La geopolítica del agua ya no es un asunto del mañana. Es una disputa del presente, que define no solo nuestra forma de vivir, sino nuestra capacidad de convivir.