DOS DE OCTUBRE NO SE OLVIDA
La Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco se tiñó de sangre de los jóvenes que habían acudido ese dos de octubre de 1968 a un mitin pacífico. Han pasado 53 años y ese ignominioso hecho no se olvida, aún cuando es recuerdo directo de nuestros padres y abuelos, los cuales han heredado a sus hijos y nietos la memoria sobre este hecho, para que no vuelva a pasar nunca más.
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No podemos desvincular la matanza del dos de octubre con el movimiento estudiantil popular del 68, como éste, con todos aquellos acontecimientos que se dieron ese año en el mundo entero. Fueron tiempos de choques generacionales, donde se manifestaron nuevas formas de concebir la vida, de confrontación con el estado prevaleciente, contra las viejas conciencias consideradas caducas. Fue un periodo donde los jóvenes buscaron cambiar todo y romper con el pasado de sus padres.
Surgieron entonces grandes movimientos contraculturales, aparecieron nuevas corrientes literarias y artísticas, que presentaron iniciativas alternativas con concepciones abiertas y liberales, donde se transformó la realización interpersonal, donde lo sexual se vio con mayor libertad y cero puritanismo. Amor y paz se convirtió en una frase manejada por la juventud en rebeldía y en consigna diaria.
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Prevaleció en los jóvenes la lucha por la paz y contra la guerra, particularmente la de Vietnam. Fue un tiempo de apertura de conciencias, de rupturas y parteaguas en la historia universal. Fueron tiempos de búsqueda del cambio y la transformación, donde los jóvenes fueron protagonistas indiscutidos. No por nada, habría analistas que trastocando los cánones de la izquierda, ubicaran a los estudiantes como factor de cambio, a la par del proletariado industrial. Entonces fue cuando la imagen y trayectoria del Ché Guevara se constituiría en ejemplo a seguir para los jóvenes del mundo, donde su imagen perpetuada por Korda se convertiría en bandera de acciones libertarias y su martiroloquio en tierras bolivianas en ícono para las nuevas generaciones.
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No por nada los sesenta fue un periodo de grandes transformaciones en el pensamiento y acción, no sin que se presentara la obvia reacción en contrapartida del conservadurismo, de quienes pretendían mantener al viejo régimen, cerrándole el paso a la tendencia renovadora de la juventud, que solo quería ser libre y vivir la vida de manera plena.
En los sesenta, el mundo se convulcionó con las manifestaciones juveniles, las cuales se expresaron todos los órdenes, donde lo político y social tuvieron un papel fundamental, a través de la lucha anticolonial sobre todo en África; contra las dictaduras y el intervencionismo norteamericano en América del Sur, contra la segregación racial o de resistencia civil pacífica en la misma Norteamérica y evidentemente la revolución cubana. Y después, en casi todo el mundo, con las movilizaciones sobre todo estudiantiles destacadamente lo que se conoció con el Mayo francés, las luchas en los campos universitarios de Brasil, Alemania y Berkeley, California.
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Las manifestaciones de avanzada incluso incidirían en la iglesia católica, donde el Concilio Vaticano II y la Celam de Medellín, Colombia, daría paso a expresiones progresistas como las comunidades cristianas de base y el surgimiento de la Teología dela Liberación, que en México tendrían como alto representante al obispo Sergio Méndez Arceo.
Así se presentó el 68 mexicano, a partir de un proceso de acumulación de acontecimientos sociales y políticos, no sólo de carácter internacional, sino también sucedidos en el país, que fueron restregando en todos, la crisis del viejo modelo, en el cual ya no se veían cómodos los jóvenes de entonces, buscando y presentando alternativas propias.
Al respecto, el desaparecido escritor René Avilés Favila escribía en 2013 que, ese año de 1968, “la Revolución mexicana había muerto. Sin embargo, como todavía sucedía en 2000 era invocada y el gobierno afirmaba representarla”. Además de que, “todos aquellos conceptos sobre la Constitución, la democracia, la libertad, el pluralismo, no eran sino meras palabras dentro de un discurso gastado, intolerante y saturado de lugares comunes”.
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México ya no sería igual, aún las reacciones, de tal manera que como lo manifestara el citado René Avilés Favila, “con la movilización masiva del estudiantado, comenzó a escribirse el epitafio del viejo régimen autoritario y criminal” (…) “Para el gobierno de entonces disentir de su política y expresarlo públicamente era un delito grave, y a quienes los cometieran había que someterlos o eliminarlos”.
Por parte de los jóvenes en rebeldía, sobre todo el estudiantado, subsistía sensatez, dada en planteamientos muy bien estructurados y argumentados, que desde siempre recibieron incomprensión y oídos sordos por parte de las autoridades. <privó la denostación y la condena, incluso de personajes como Salvador Novo, quien era el Cronista de la Ciudad de México. Donde si tendrían eco fue en sectores del pueblo, que mostró su solidaridad plena. A partir de esta particularidad, el movimiento pasó de ser estrictamente estudiantil, a alcanzar su calidad de popular.
Las grandes movilizaciones que se registraron en el movimiento del 68 y el surgimiento de las famosas seis demandas que integrarían el pliego petitorio, no se desdijeron nunca de la solicitud de diálogo abierto y público. La respuesta gubernamental fue la condena permanente, para lo cual la prensa escrita y televisiva sirvieron de dóciles lacayos, además de otras acciones, como la toma de las instalaciones de la UNAM y del IPN por el ejemplo, asimismo, el despliegue de acciones generalizadas de represión, aún el discurso hipócrita de Gustavo Díaz Ordaz: Mi mano está tendida.
El ambiente adverso al movimiento, construido a través de los medios impresos y televisivos, mantenían en cierto sentido la continuidad de la guerra fría, la aplicación nacional del macartismo, de tal manera que en muchos lugares del país, prevalecían rasgos de manifiesto anticomunismo, al grado de provocar hechos tan bochornosos como el linchamiento de algunos universitarios poblanos, el 14 de septiembre de 1968, los cuales excursionaban en el pueblo de San Miguel Canoa, después de que la población fue azuzada por el párroco del lugar, Enrique Pérez Meza.
Como significativo rasgo nacionalista del movimiento, en contrapartida a las acusaciones de cuestionables intereses extranjeros, fue el acto realizado en Ciudad Universitaria con motivo del 15 de septiembre, donde el Grito fue dado por el ingeniero Heberto Castillo Martínez. Para Carlos Monsivais, desde ese momento este personaje de la izquierda nacionalista mexicana, se convierte en protagonista fundamental del 68 y logra provocar el odio insondable del presidente de la República.
Se acercaba la fecha de la inauguración de los Juegos Olímpicos en México, y el poder debía de tomar decisiones, que no pusieran en entredicho la realización del evento internacional, las cuales no fueron el diálogo y la conciliación, sino la mano dura, la represión y la persecución. No les importó que fuera una manifestación pacífica, se tenía que actuar, costase lo que costase. Tampoco el gobierno previó las consecuencias posteriores en el país, que provocarían sus acciones autoritarias.
La decisión fue tomada aún la consideración norteamericana. Conforme a un texto del periodista Raúl Jardón Guardiola, para la embajada gringa, “los estudiantes comprometidos con el movimiento y más particularmente los radicales, poseían una capacidad limitada para poder causar disturbios durante la celebración de los Juegos Olímpicos, cuya inauguración estaba programada para el doce de octubre”.
El dos de octubre expresó el México que los jóvenes de entonces no querían y por ende aspiraban cambiar. René Avilés señalaría que, “esa brutal noche nos hizo despertad a millones de mexicanos que decidimos buscar la manera de transformarlo. Cada quien en su trinchera, en su tarea. Pero el sistema, como estaba, no podía seguir su ruta hacia la violencia draconiana”.
De alguna manera, el gobierno mexicano había tomado como suya aquella frase de los militares franceses que habían actuado en la guerra de Argel a fines de la década anterior, al preconizar que había que, “acabar con la cabeza para poner fin a la reproducción infinita de la tenia”. Eso fue lo que hicieron en Tlatelolco.
Correspondió a una fría maquinación gubernamental para acabar y liquidar al movimiento y sus dirigentes, donde usó compartimentadamente a algunas fuerzas del propio ejército, que no evitó las víctimas dentro de su mismo bando. Hasta años después se sabría (según lo publicaría Carlos Montemayor) que, los francotiradores apostados en las azoteas, correspondían a diez efectivos del Estado Mayor Presidencial. También después se sabría que no fue en la azotea, sino en departamentos vacíos del cuarto y tercer piso del edificio Chihuahua.
Por su parte, Jesús Martín del Campo señalaba hace diez años que el 68 fue “un eslabón importantísimo en la lucha permanente por las libertades democráticas. Es también el momento de irrupción del estudiantado como portador del malestar y la insatisfacción con el mundo industrial de la postguerra y, señaladamente, de las esperanzas libertarias y antiautoritarias, expresadas de manera multitudinaria”.
Para el dirigente comunista que había sido detenido y procesado por participar presuntamente en el movimiento del 68, Eduardo Montes Manzano, “el movimiento por las libertades democráticas ha surgido como una necesidad del desarrollo social y ni ha sido derrotado como pretendían los neoinfantilistas de izquierda ni puede ser enfrentado por sus adversarios con palabrería demagógica. Las bayonetas y las prisiones no pueden detener la marcha del desarrollo histórico ni ser puntales sólidos de un sistema de relaciones injustas condenado a desaparecer, pueden si aminorar el ritmo y hacer más violenta la lucha…”
La masacre del Dos de octubre fue el punto de quiere para que muchos mexicanos pensaran y se decidieran por el cambio.
Gustavo Díaz Ordaz calificó a la justa deportiva como los Juegos Olímpicos de la Paz y dejó volar cientos de palomas blancas en el estadio universitario, mientras cerca de ahí, aún estaba fresca la sangre de los caídos en Tlatelolco.