Por una nueva narrativa histórica
La manera en que hemos construido la memoria histórica tanto de manera social y colectiva como entre los historiadores ha estado marcada por una fractura que surge momentos antes de la independencia, cuando en los orígenes del nacionalismo mexicano se reivindicó el mundo prehispánico, se negó la herencia española y se exaltó a la nueva nación mexicana, a lo cual David Brading le llamó “el protonacionalismo criollo”. El nacionalismo del siglo XIX ampliaría la confrontación entre el indigenismo y el hispanismo, entre liberales y conservadores, y en el siglo XX entre revolucionarios y contra revolucionarios, y más recientemente entre chairos y fifís.
Si bien los historiadores que conformarían las escuelas profesionales en este campo de conocimiento, como Silvio Zavala, Daniel Cosío Villegas, Edmundo O’Gorman y más recientemente Josefina Vázquez, Luis González, etc., etc., combatieron esa vieja confrontación histórica, procurando una historia llena de matices y mucho más compleja que la simple división maniquea, la manipulación partidista de nuestra historia ha terminado por regresarnos una y otra vez a una división que requiere ser cuestionada.
De ahí la importancia de preguntarnos entonces qué tipo de historia enseñar y escribir que nos permita ir más allá de historias maniqueas. Para ello se requieren narrativas históricas que nos ayuden a trascender la confrontación, y algo muy importante que nos ayuden a salir de una historia llena de victimismos y de echa culpas y que por el contrario nos permita reconocernos con todas nuestras contradicciones y complejidades.
Cuando Humboldt llegó a la Nueva España en 1804, además de reconocer la gran desigualdad prevaleciente, se admiró del crisol que habían logrado conformar los mexicanos de entonces, incluso de manera más plural de lo que observó en otros reinos americanos de la Monarquía española, o incluso del mundo europeo. Comentó que era admirable cómo en la Nueva España se habían reunido, en un largo proceso y de diversas maneras, habitantes de los cuatro continentes hasta entonces conocidos (África, América, Asia y Europa).
El mestizaje de hecho, bajo ese concepto, fue propuesto por varios intelectuales del siglo XIX mexicano, como el aguascalentense Francisco Pimentel (quien fue uno de los primeros conocedores y conservadores de la diversidad de lenguas indígenas en el país), o Ignacio Ramírez, Justo Sierra, etc., como una alternativa a las luchas fratricidas y como una construcción de unidad, como un elemento identitario frente a la discriminación y el racismo de los vecinos del norte. Cuando Vasconcelos propuso la raza cósmica, lo que sugería era precisamente una narrativa que superara las tradicionales divisiones de los mexicanos y que en todo caso fuera una clara alternativa al creciente dominio estadounidense, si bien hoy puede parecernos una racialización de nuestra historia.
Para algunos autores contemporáneos como Stavenhagen y más recientemente Federico Navarrete el mestizaje ha sido una máscara que oculta nuestro racismo, sobre todo por la permanente discriminación hacia el “México profundo” de las comunidades indígenas y de afrodescendientes. Sin embargo, si bien el mestizaje como ideología nacionalista terminó por discriminar y fundir la riqueza social de nuestra conformación histórica, en la actualidad frente a las tentaciones discriminatorias de ciertos grupos elitistas, el concepto del mestizaje puede resignificarse de manera plural al conocer con más detalle las diferentes raíces que han conformado a la sociedad mexicana. Ahí es donde podría inscribir mi trabajo como historiador de los últimos diez años.
Porque ante el aumento de la percepción de discriminación de los últimos años, y de una historia muy criolla y de élites, es necesario reivindicar una conformación plural en donde tanto la población indígena y la afrodescendiente han jugado un papel relevante en la región. Si analizamos con detenimiento a los primeros cronistas en la región, como Mota y Escobar, podemos observar una presencia de negros y mulatos esclavos y libres de manera significativa, así como lo muestra el primer padrón o censo de la parroquia de Aguascalientes de 1648, o el Censo de Revillagigedo el primer censo realizado de manera profesional casa por casa de 1792-93.
Así la presencia indígena y afrodescendiente, tradicionalmente olvidada en la reconstrucción de nuestra historia regional, y que llegó a alcanzar más del 60% de la población en el periodo colonial, requiere ser recuperada con una visión más plural y compleja de nuestra historia.
Por ello la historia no puede enseñarse más a partir de las familias de élite, ya fueran terratenientes, políticas o religiosas, sino a partir de una nueva historia social que nos ayude a recuperar una historia más equitativa. Implica también superar las viejas confrontaciones y reconocer la diversidad de raíces históricas de las cuales somos parte, desde luego del legado prehispánico que nos conecta con culturas milenarias, con la herencia española y nuestra participación en el mundo occidental, pero igualmente de la presencia afrodescendiente que escasamente ha sido considerada, como también la de judíos y asiáticos desde la época novohispana.
Reconocer estas raíces plurales cuando en otros espacios como el europeo o el anglosajón americano las mezclas sociales eran francamente rechazadas desde la propia normatividad, habrá que recordar que los matrimonios mixtos en los Estados Unidos fueron permitidos hasta los años sesenta del siglo pasado, me parece que es uno de nuestros patrimonios que requerimos fortalecer. Las Pinturas de Castas, ese género de pinturas propias del mundo novohispano en el siglo XVIII, mostraron precisamente esa riqueza social y natural frente a los prejuicios europeos e ilustrados en contra de toda mezcla a la que consideraban como una degeneración. Así, una nueva narrativa histórica podrá comenzar reivindicando nuestra conformación diversa y plural, frente a un mundo que crecientemente vuelve a levantar prejuicios discriminatorios.