Entre la realidad y la ficción
Una manera de entender la naturaleza de la democracia liberal representativa, es enfocarla como un procedimiento legítimo de toma de decisiones, fundado en la ley y en la voluntad de la ciudadanía.
El sufragio (decisión del soberano), determina quiénes serán los gobernantes, es decir, los ciudadanos a cargo del poder público, pero el contenido y alcances de esa representación figuran en las leyes. Por ello, no hay mandato imperativo o directo (Burke vs Rousseau): confiere la representación mas no la obligación de qué y cómo hacer, salvo generalidades referidas al bien colectivo o social. En la democracia real el ejercicio del poder público se encuentra acotado, además de la ley, por los recursos financieros disponibles y la limitación del mandato (tres o seis años), la crítica ciudadana y política, la competencia con otros actores políticos y, desde luego, “los poderes fácticos”.
Ahora bien, la tarea del gobierno es la toma de decisiones para satisfacer necesidades sociales, determinar prioridades y asignar recursos. En el contexto de diversidad y hasta contraposición de intereses y demandas sociales, económicas, culturales y políticas, es necesario mediar en ese complejo conflicto de afanes y aspiraciones.
Jerarquizar la importancia de las demandas sociales, a fin de decidir lo que más conviene al interés general, y así conformar políticas públicas expresadas en términos de planes, programas de gobierno y presupuestos, es un ejercicio de ética política, porque no sólo es cuestión de esquemas técnicos y administrativos, ni un problema de eficiencia, sino entraña la definición y la prevalencia de valores básicos: que competen al ámbito de los fines últimos del poder: a quién sirve y para qué.
Decimos que existe un conflicto entre la realidad y la ficción, porque el proceso de toma de decisiones transcurre en el contexto de la vida real de la sociedad. Se caracteriza no tanto por la potestad democrática, sino principalmente por la influencia de grupos de presión y de interés, desde locales hasta trasnacionales: empresariales, financieros, clericales, militares, sindicales, partidistas y, crecientemente, “delincuencia organizada” (por hoy bendecida con abrazos).
Y en buena medida como instrumento de esos poderes reales, destaca la mercadotecnia: las opciones electorales y las decisiones de gobierno no se proponen como actos de racionalidad para determinar soluciones a una condición de vida, sino como lógica del consumidor. Así se pervierte el andamiaje político porque el ciudadano se transmuta en clientela o, acaso, elector ingenuo. El líder o dirigente deja su condición de compromiso social y adquiere el papel de estrella mediática (¿Fox, Peña, López?): predomina no tanto el que razona sino el que convence porque emociona; y la ciudadanía se reduce al estatus de audiencia, de público que presencia un espectáculo y se resigna con el atributo del aplauso o la rechifla.
Esto lleva directamente a la desideologización de la política, que significa poner en el centro de la sociedad tanto las ambiciones de los profesionales de la demagogia, como los intereses del poder económico-financiero y de los otros poderes de hecho, y con ello la modificación cuando no eliminación de valores, o al menos de referentes culturales válidos para todos.
Prevalece así la inmediatez y la parcialización en el planteamiento, debate y resolución de la problemática socioeconómica, cultural y política. El procesamiento de ideas y propuestas no se da a partir del análisis de la realidad viva ni mucho menos de reflexiones morales o conforme al mandato constitucional y de las leyes, sino a partir de imágenes mediáticas que pretenden simplificar la realidad para hacerla accesible a la mayoría y aprovechan para lanzar bolas de humo. Así, pierde profundidad y congruencia.
Cuando la simplificación traspasa ciertos límites se convierte en caricatura. El punto crítico sucede cuando se suma una serie de caricaturizaciones, con lo cual poco a poco se aleja al ciudadano de la realidad real y entra a la realidad virtual. Es decir, no se reconoce lo que es sino lo que parece que es.
Presenciamos, entonces, la decadencia de la política, los partidos y la ética pública. Prevalecen las individualidades y se eliminan las colectividades. El fugaz impacto de disparates y fraseología suple ideas y realidades.
Esta situación se complica sensiblemente cuando el ciudadano no está suficientemente conciente de la fuerza de su voto, cuando no se percata que, con su voto, opta por el destino de la comunidad, que es el suyo propio y de su familia. Es asunto de cultura política, ciertamente. Pero, cómo podemos exigir cultura política cuando lo que se impone es subcultura consumista y la democracia transita al espacio borroso e inconsistente de la virtualidad mediática, de lo que parece que es. Cuando la realidad sociopolítica se aleja de la calle y se encierra en el estudio de TV o de radio, o se atomiza en la confusión por el ruido ensordecedor de “las benditas redes sociales” que, a veces, hasta proporcionan información, pero abrumadas por medias verdades, mentiras, prejuicios, dogmas, tergiversación de hechos desde la perspectiva, ordinariamente deliberada, de intereses que parecen anónimos…
Es decir, cuando ya no se atienden las prioridades humanas y sociales acorde a la comprensión del esfuerzo y el afán del ciudadano de a pie, sino los espejismos que surgen cuando el personaje político se cree líder insustituible (Santa Ana, Porfirio Díaz, Calles, Echeverría, Salinas). O, en maleable sincretismo, se cree “héroe a la altura del profeta”. Cuando responde a la efímera ovación y no a las expectativas del pueblo, ilusas pero justicieras.