Dulce, recuerdo, jubiloso

Dulce, recuerdo, jubiloso

Basado en un relato de
Paul Villiard


Aquel día llegué a casa radiante y pleno. Luego de casi 50 años de trabajo, había conseguido la jubilación. En realidad podía haberme jubilado algunos años antes, pero la verdad es que yo amaba lo que hacía, que tenía mucho que ver con la gente; era yo asesor en una compañía inmobiliaria, y el trato con la gente cada día me ‘cargaba la pila’. No obstante, cuando me propusieron llevarme a un departamento “más tranquilo” en donde no habría mayor preocupación que revisar y autorizar documentos, decidí que era hora de retirarme.

Tenía yo apenas 23 años cuando la situación en casa se tornó más complicada pues los negocios de papá iban de mal en peor, y luego la larga y penosa enfermedad del abuelo, mis hermanitos que debían seguir en la escuela, todo ello me hizo decidirme a abandonar mis sueños de tener una carrera, y empezar a trabajar. Por suerte no tuve que buscar mucho; quizá porque le caí bien al gerente, o quizá porque un tío mío ya trabajaba ahí, el caso es que la inmobiliaria estrenó recadero. Luego ascendí a oficial de ventanillo (cajero), y pasando por secretario, luego jefe de Departamento, luego jefe de oficina, hasta tener el puesto de asesor de clientes. En realidad, más que asesor, casi se podría decir que era yo el ángel o el verdugo, ya que por lo regular era yo quién decidía en última instancia si un crédito era o no otorgado.

Debí hacer muy bien mi trabajo, pues 48 años después mi jefe se mostraba muy preocupado del estrés que mi puesto me producía, que llegó a ofrecerme el puesto que dije antes; con el mismo sueldo, desde luego, pero, ya ven. Aquí estoy ya en casa con un montón de papeles, reconocimientos me dijeron, que quizá cuelguen pronto por ahí, en algún rincón, un reloj ‘de oro’ (el clásico), y un cheque por una regular cantidad.

Mi esposa me recibió con un beso y algunas lágrimas (no sé si de felicidad o de saber que ahora podría estar en casa todo el día), y he de reconocer que contenta sí que estaba.

Debió notar el tedio que me envolvía cada día más, pues pasados apenas unos días del día de retiro, me recordó que alguna vez le había comentado que me gustaría tener una dulcería cuando me jubilara, pero no una dulcería grosera de bolsitas y bolsotas al por mayor, ni una dulcería de mesa (seis cajitas llenas de chicles y caramelos acomodados en una mesita a la puerta de la casa), no; yo quería una dulcería de las de antes, de las de mis tiempos: estantes con bomboneras, vitroleros con caramelos, charolas con variopintos chocolates y muchos, pero muchos regalíes y bastones de caramelo… Y en el mostrador, una pequeña romana para pesar por gramos la mercancía.

Por aquellos días dio la casualidad que se desocupó un local pequeño pero con grandes ventanales que ni mandado a hacer para el caso; la renta, además, era muy atractiva, así que pusimos mi esposa y yo manos a la obra, y en menos de dos semanas ahí nos tenían como flamantes dulceros.

Al principio había temores, claro, pero estos se fueron disipando al paso de los días. El negocio nos mantenía ocupados, contentos, juntos, y los números eran prometedores.

Cierto día, cruzó la puerta un niño de escasos 5 años con una mirada tan dulce que tornaba de acíbar toda mi mercancía.

–Hola, niño. ¿Cómo te llamas?

–José, señor.

–Ah, muy bien, José. ¿Y qué deseas?

Alargó su manita donde llevaba un billete del juego del Turista, y preguntó:

–¿Me alcanza para un dulce?

–¡Claro que sí, José! ¿Cuál te gusta?

Seleccionó un vistoso bombón de chocolate bañado en caramelo y nueces. No era los más caro que ofrecía la dulcería, pero estaba lejos, por mucho, de ser lo más barato.

–¿Me alcanza para este?

–¡Desde luego, pequeño José. Y te sobra para este otro.

Tomé un regaliz blanco con espirales rojas casi tan grande como el niño. Tomó feliz ambas golosinas y abandonó el local más radiante, si esto es posible, de como había llegado.

Mi mujer puso su mejor cara de enojo, y ensayó la reprimenda:

–Pero, hombre… Si vas a empezar a regalar la merc….

–Espera, mujer. No me regañes. ¿Sabes por qué precisamente tenía la idea de una dulcería?

–Pues no…

Y entonces le conté cuando, muchos años antes, apenas cumplidos los 6 años, llegaba yo a la tienda de Don Arturo, un anciano bonachón que tenía el mayor surtido del barrio; todo lo que le era solicitado, de una cajita, de otra, de un cajón, del estante de arriba, de abajo del mostrador… ¡De miles de sitios secretos!, pero siempre tenía lo que la gente precisaba. A esa tienda llegué yo un día con una simple piedrita que ni siquiera tenía la gracia del color; era parda y lisa como la más inútil de las piedras. La mostré y le dije:

–Mire, do’turo –(no había aprendido a decir Don Arturo cuando fui por primera vez a la tienda, y el nombre se le había quedado)–, que bonita piedra.

Se la cambio por uno de estos, –decía señalando algún caramelo–.

Don Arturo fingía asombrarse por lo “hermoso” de la piedra y autorizaba el cambio, y me decía que uno solo no pagaba tan preciosa piedra, y siempre me daba tres o cuatro caramelos. El juego de tan injusto trueque siguió por meses, hasta que Don Arturo tenía un camión de grava, y mi padre, que por fin se enteró del juego, me prohibió volver a hacerlo, y entonces me daba todos los días (a veces no se podía) un centavo para comprar los dulces que antes me costaban una piedra.

–Si aquel buen señor coleccionaba mis piedras, ¿por qué, mujer, yo no podría coleccionar billetes del Turista?

[amazon_link asins=’B00PPWHQKA,B076DNLXCH,B000N3AW6G,6072106218,B015TNCHAS’ template=’ProductCarousel’ store=’200992-20′ marketplace=’MX’ link_id=’cacd295a-c1be-11e8-8f3d-ad874f71f400′]

Jesús Consuelo Tamayo

Estudió la carrera de música en el Conservatorio Las Rosas, en Morelia. Ejerce la docencia desde 1980 Dirigió el Coro de Cámara Aguascalientes desde 1982, hasta su disolución, el año 2003. Fue Coordinador de la Escuela Profesional Vespertina, del Centro de Estudios musicales Manuel M. Ponce de 1988 a 1990. Ha compuesto piezas musicales, y realizado innumerables arreglos corales e instrumentales. Ha escrito los siguientes libros: Reflejos, poesía (2000); Poesía Concertante, (2001); Guillotinas, poesía (2002); A lápiz, poesía (2004); Renuevos de sombra, poesía (inédito); Detective por error y otro cuentos (2005); Más cuentos (inédito); Bernardo a través del espejo, teatro (2006); Tarde de toros, poesía (2013).

Jesús Consuelo Tamayo

Estudió la carrera de música en el Conservatorio Las Rosas, en Morelia. Ejerce la docencia desde 1980 Dirigió el Coro de Cámara Aguascalientes desde 1982, hasta su disolución, el año 2003. Fue Coordinador de la Escuela Profesional Vespertina, del Centro de Estudios musicales Manuel M. Ponce de 1988 a 1990. Ha compuesto piezas musicales, y realizado innumerables arreglos corales e instrumentales. Ha escrito los siguientes libros: Reflejos, poesía (2000); Poesía Concertante, (2001); Guillotinas, poesía (2002); A lápiz, poesía (2004); Renuevos de sombra, poesía (inédito); Detective por error y otro cuentos (2005); Más cuentos (inédito); Bernardo a través del espejo, teatro (2006); Tarde de toros, poesía (2013).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

error: Content is protected !!