EL TREN Y EL TUNEL DE ÁRBOLES Quasi una fantasía
Por el tiempo de la gran nevada de los años 60’, mi padre había comprado un pequeño terreno agrícola, y mientras fuimos pequeños mis hermanos y yo, fue un lugar de diversión y aventuras. El rancho, como le decíamos, estaba cerca del poblado, entonces muy pequeño, de Pabellón, justo a dos kilómetros pegado a un camino de terracería, pero grande, ya que además de conectar muchas rancherías, llevaba al poblado de Carboneras.
No estoy seguro del tipo de cultivos practicados en ese rancho antes de ser propiedad de mi padre, supongo maíz, frijol y chile; lo habitual por esos rumbos, pero mi padre decidió plantar vides. Llegó la época de vacaciones escolares y llegó también la etapa de la adolescencia, y con ella, la necesidad de ayudar en la faena de la vendimia, es decir, la cosecha de la uva.
En casa sólo había un vehículo, el de papá, así que para trasladarnos, mis hermanos y yo hasta el rancho, tomábamos un autobús foráneo y llegábamos a Pabellón, para luego gastar el calzado caminando esos 2 kilómetros hasta nuestro destino.
La jornada daba comienzo a las 8:00 de la mañana, y aunque casi nunca llegábamos a tiempo, sí es verdad que dejábamos la cama antes de las 6.00 para alcanzar el camión de las 7:00, y la caminata nos tomaba nuestros buenos 35 minutos.
Se detenían las labores a la una de la tarde para comer, claro, mi madre nos proveía de tortas para la comida, pero siempre era mejor compartir las viandas de los campesinos, casi siempre gorditas caseras y guisaditos que ponían a calentar en una improvisada fogata dentro de un bote de los llamados de cuatro hojas. ¡No había sazón igual! Todo acompañado de agua pura; no llegaba todavía la mala costumbre del refresco. Comíamos y quedaban algunos minutos para descansar; retornábamos a la faena una hora después, y continuábamos hasta las cinco de la tarde, en que se finalizaba la labor. Entonces se desandaba el camino para volver a casa alrededor de las 7:00 de la noche, sin más ánimo que cenar y distraernos un rato.
Ah, pero en ocasiones el viaje no lo hacíamos en autobús, sino en tren. El que cubría la ruta México-Ciudad Juárez, y que pasaba por nuestra ciudad por ahí de las 8:00 de la mañana. Sí; hacer el viaje en ferrocarril, implicaba estar mucho muy tarde en las labores de la cosecha. Y no era por este motivo, sino algo muy diferente, por lo que yo prefería hacer el viaje en tren. Justo al pasar por el campamento de los ferrocarrileros, había muchos árboles altos y robustos por ambos lados de las vías (nunca supe el tipo de árboles), que se abrazaban con sus ramas en lo alto, formando un precioso túnel natural, y si bien dejaban paso a algunos rayos de luz, se sentía durante esos casi 100 metros de túnel, el drástico cambio de temperatura y la luz disminuía notablemente. Imaginaba que aquel tren que nos llevaba, era antiguo con máquina de vapor y en ese misterioso túnel se fundían el vapor de la locomotora con el humo de la leña que alimentaba las calderas. Eran tan sólo unos 100 metros, pero yo basaba en ellos una historia interminable. No hacía falta comprar boletos; ya iniciado el viaje, el revisor cobraba lo conveniente según el destino, me supongo eran pasajes de tercera clase, porque casi nunca había lugar para sentarse y hacíamos la travesía de pie.
El paisaje en el camino, era toda una delicia a mis ojos. Como era época de lluvias, todo el campo lleno de sinnúmero de tonos verde, cada uno mejor que el otro, y agua, mucha agua. En aquellos años todavía corría el agua por muchos arroyos y dos o tres ríos, angostos es verdad, pero por sus cauces corría agua limpia, cristalina, fresca. Si bien en invierno la cantidad de agua disminuía mucho, no dejaba de fluir y claro, en el tiempo de referencia, era su mejor momento.
Pasó el tiempo y las viñas cayeron al golpe del hacha una vez que pasó su vida de mayor productividad.
Durante dos o tres años conocimos lo que era tener realmente vacaciones, pues en lo que se talaban las vides, se plantaban los durazneros, fruto elegido para cultivo de entonces en adelante, durante el tiempo de producción de éstos, no fue necesario ir al rancho, sino esporádicamente y a divertirnos, no a trabajar. Bueno, nos cansábamos bastante, pero yo nunca lo vi como trabajo; era toda una aventura, no exenta de diversión.
Finalmente volvió la rutina de siempre, con algunos cambios: Mi hermano mayor ya había emigrado a la Capital del país a la Universidad, y teníamos otro vehículo en casa, por tanto, mi hermano de en medio y yo, ya no hacíamos uso ni del autobús ni del tren, y por supuesto, lo mejor de todo: era mucho más cómodo recorrer esos dos kilómetros en auto; la suela del zapato dura más.
El tiempo va dejando la impronta del recuerdo, de la experiencia…
Luego de más de 40 años de aquello, ya no hay vides en el rancho, ni duraznos, ni trenes atravesando túneles vegetales, ni paisajes verdes, ni agua.
Las distancias y los tiempos se acortaron, y ahora se vive muy deprisa.
¡Ah! Si pudiera volver a vivir en ese tiempo… No. Sobran tres palabras. Corrijo: ¡Ah! Si pudiera volver a vivir.