Por una dona
Estábamos Julieta y yo tomando un café en aquel lugarcito al aire libre al que acudo últimamente desde que el café en la oficina sabe a agua de baya… de “vaya usted a saber de qué sabor es”. Julieta tenía poco más de un mes de haberse integrado al equipo, y me había estado pidiendo que la trajese a este lugar. Una circunstancia fortuita en la oficina esa mañana, nos regaló con una hora disponible, y aquí estábamos; yo tomando mi café con galletas, y ella con un pedazo de pastel de chocolate que a cada bocado que daba, me hacía desear no haber pedido galletas, pero ya las había devorado todas y no estaba seguro de tener espacio para pastel. Habíamos hablado de todo y de nada. Nos caíamos bien, pero no había interés romántico ni en ella ni en mí. La mesera me servía la segunda taza, cuando pasó Benjamín por la acera de la calle, me saludó y yo respondí el saludo, diciendo: cuida a papá.
Julieta me miró un poco sorprendida y me preguntó:
–¿No me habías dicho que tu padre murió?
–Sí. Benjamín es… bueno, le decía que cuidara de su papá. Aunque en realidad ya no necesita de cuidados. Ya está tan fuerte como en su juventud. Según me han platicado.
–Ah. Su papá… algún amigo tuyo.
–Pues, sí y no.
–No entiendo.
Vinieron a mi mente un sinfín de recuerdos y no estaba seguro de desear compartirlos con ella, pero había tiempo y…
–Verás. Todo empezó hace algunos años cuando Benjamín, el muchacho que saludé iba con su madre en una tienda del barrio donde vivía. Él le pedía con insistencia a su madre que le comprara una dona, una dona glaseada me acuerdo bien, y su madre le repetía una y otra vez que no podía. Hasta aquí podría parecer una escena
normal: un niño caprichoso que pide por un antojo, y la madre que no quiere que su niño pierda el apetito se niega, pero algo había en ello que no cuadraba. El niño no parecía hacer berrinche y la madre parecía suplicarle con la mirada que entendiera. Tanto el niño como su madre vestían de una manera que no indicaba carencias. No es que hubiera lujos, pero la ropa tampoco era de las que se encuentran en cualquier lado.
Me acerqué a ellos, y mesando los cabellos del muchachito, tomé la dona que le llamaba su atención, y mirando a la madre le dije: ¿Me permite que se la obsequie a su hijo? Su cara me dijo todo: sus ojos anegados me daban las gracias, y su tez enrojecida me advirtieron de la enorme vergüenza que sintió. Me apresuré a darle el pan al muchacho temiendo que la madre me rechazara, y luego el niño hizo algo que me dobló el alma: partió la dona cuidadosamente, y le extendió la mitad a su madre. Quizá por instinto volví la mirada a la bolsa que llevaba la señora, y pude ver que apenas tapaban el fondo un jitomate mediano, una cebollita y un ramo de perejil. No era lo que normalmente comprarían una persona ni para ella sola, menos con un hijo como Benjamín, pequeño, sí, pero bastante desarrollado. Mi intuición me dijo que ahí pasaba algo raro. Tomé 6 o 7 piezas de pan que pagué junto con la dona, y metí la bolsa de pan en la bolsa de la señora. Ella seguía temblando y llorosa, pero sin decir palabra alguna, hasta que de no sé dónde surgió un trémolo “gracias” apenas audible. Pasé mi brazo sobre los hombros del muchacho y le dije a su madre que me gustaría invitarles a tomar “alguna cosilla” eran casi las
11 de la mañana y la mezcla de todo lo anterior me avisaba que todavía no habían desayunado. Casi a regañadientes convencí a la señora, y ya sentados a la mesa de un pequeño restorán dentro del mismo mercado, logré hacer que me contaran la historia.
Apenas la semana anterior, el padre de Benjamín había sido diagnosticado con un padecimiento cardiaco y se hacía necesaria una operación para corregirla. El señor no contaba con la seguridad social ni Seguro Médico, así que quedaba en manos de su esposa conseguir los recursos para la operación. Habían recorrido decenas de oficinas gubernamentales sin mucho resultado. Los ahorros de la familia podrían cubrir poco más de la mitad, pero la cantidad faltante seguía
siendo muy importante. Ella estaba decidida a reunir el dinero como fuera, pero ese “como fuera” no incluía ni venderse ni delinquir; así que lo primero era no gastar en nada innecesario, y según veo, ella consideraba como no necesario, ni la dona, ni alimentarse, pues esas verduritas sería, según cálculo de la señora, su comida de tres días. Su plan era buscar trabajo para hacer en casa para no descuidar a su marido, y así poco a poco ir reuniendo lo necesario. Pero no sería fácil, según pude constatar, la señora no sabía coser, bordar, ni nada de esas labores. ¿Y su marido? Él era empleado de primer nivel con un buen sueldo, pero sin mayores prestaciones, y al enterarse de su condición, sus patrones le habían dicho que cuando estuviera bien, podría volver a su trabajo, pero mientras, no podían ayudarlo. Esto, por supuesto, sumió al señor en una profunda depresión que en nada ayudaba a su situación médica, para caer en el clásico: “No tiene caso, no vale la pena, total, yo ya no importo”, y cosas por el estilo.
Yo había estado ahorrando para comprar un coche que me hubiera hecho más llevadera mi vida, y en ese momento dentro de mí algo me hizo decirle adiós a ese coche que había visto el día anterior, y el que ya era casi un hecho conseguir con el enganche (lo que tenía) y algunas muy cómodas mensualidades.
Le hice el ofrecimiento de esa cantidad a la señora, que desde luego rechazó, pero la convencí aclarando que era sólo un préstamo, que lo importante ahora era que se atendiera su esposo. Dentro de mí, imaginé que al entregar el dinero, no lo volvería a ver, pero estaba muy equivocado.
Rogué me llevaran a conocer al enfermo, y fuimos a su casa; una casa pequeña pero decorada con muy buen gusto y donde era evidente que algunos objetos habían desaparecido, por ejemplo pude notar que no había televisor ni pantalla alguno, pero si en un mueble donde colgaban algunos cables, un aparato de DVD, lo que usaran para ver películas, había sido vendido, igual que otras cosillas. Por fin conocí a Benjamín, el padre del muchacho. Estaba sumido en una total desolación y su depresión alcanzaba niveles olímpicos. Les dije que no estaban solos, pero que era necesario ponerse en manos de Dios. Les dije que esa misma tarde iríamos todos juntos a misa para pedir por la recuperación del jefe de la familia.
–¿A misa? –Me interrumpió Julieta– ¡Pero si tú eres el mayor come- curas que conozco¡ ¡Casi ateo redomado!
–No se trataba de mí, Julieta, sino de ellos. Había que hacerles poner su confianza en algo o alguien. Ellos necesitaban desesperadamente fe, y bueno, paradójicamente fui yo quien les pude dar esa paz interior que requerían.
Entonces, continué, les hice ver que siempre hay una puerta y que a veces hay que luchar un poco por abrirla. Los siguientes días, casi a diario estaba yo en casa de ellos, que se convirtió obligadamente en centro de operaciones, y ahí, con ayuda de otras personas que se fueron sumando al esfuerzo, organizamos rifas, tómbolas, funciones de cine, venta de comida, etc. Hasta que por fin se reunió la cantidad necesaria. Como en aquellos días de mucho trabajo era muy común llamar a un Benjamín y que acudiera el otro, optamos por llamar Benjamín al hijo, y papá, al padre. Así, si necesitábamos al muchacho, llamábamos: Benjamín, y si requeríamos al señor, llamábamos: papá. Y luego ya la costumbre hizo que aun estando frente a frente, Benjamín el padre, era papá, como si este fuera su nombre.
Fueron muchos días de trabajo, pero con no poca ayuda de vecinos, congregaciones, amigos de la familia y también algunos amigos míos que metí en este berenjenal, y que aceptaron entrar con gusto, pero logramos nuestro cometido: papá se operó justo a tiempo.
Luego de eso, los lazos se tornaron indisolubles y somos familia desde entonces. Papá regresó a su trabajo y la normalidad volvió a todos.
Un día tocaron a mi puerta. Eran Papá, Benjamín y la señora. Me extrañó un poco que se quedaran en la puerta y no entraran con la franqueza de siempre; no. Sonrientes, pero en la puerta. Me alarmé un poco, y les pregunté:
–¿Pasa algo? ¿Por qué no entran?
–Porque queremos que nos lleves de paseo–, dijo Papá.
–¿De paseo…? ¿Cómo?
Y entonces se hicieron a un lado y dejaron ver estacionado el flamante coche que habían comprado para mí. Ese, el azul, el mío.
Julieta no pudo reprimir un gesto de asombro.
–¿El azul? ¿Desde cuándo lo tienes?
–Benjamín entonces tenía 9 años, y dentro de un año termina la Universidad.
–Pero no seas tacaño, ahora ganas bastante bien. Cómprate uno nuevo.
–No, ¿para qué? Ese es “mí” auto.
–Pero… ¿cómo lo compraron?
–Siguieron haciendo actividades como antes, pero sin que yo me diera cuenta.
Entonces regresó Benjamín, y luego de saludar con un amable gesto a Julieta, le dio un gran abrazo a quién llamó: “Tío donas”
Como ves, son algo más que mis amigos, son mi familia. Y solamente pagué por ellos una dona.
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