La transición interrumpida
No voy a intentar en estas breves líneas hacer un balance de un sexenio, ni mucho menos tratar de explicar a mis lectores, cómo el presidente AMLO ganó una batalla en términos de imponer una narrativa unidimensional, sin matices y creando “adversarios” verdaderos o falsos, que le dio amplios rendimientos partidistas pero que, lamentablemente, deja un país confrontado. De las 1436 mañaneras, con cerca de tres mil horas de propaganda por cierto no establecidas en las funciones de un presidente, sólo podemos decir que fue un ejercicio único a nivel mundial, que ningún jefe de estado por cierto ha repetido, y que fue un instrumento de propaganda eficaz en términos partidistas pero no de un jefe de estado.
Este triunfo de una narrativa eficaz para ganar elecciones lamentablemente agudizó una vieja fractura en el país que viene desde sus orígenes. Las divisiones de facciones entre liberales y conservadores en los primeros años del México independiente, que más bien representaban diferencias profundas a nivel social y regional, llevaron al país a años de inestabilidad y que Josefina Zoraida Vázquez, la gran historiadora del siglo XIX mexicano, calificó de “décadas de desilusiones”. Por cierto, las divisiones internas permitieron que las potencias extranjeras encontraran poca resistencia tanto en las invasiones, como en general en la explotación de los recursos del país.
Para acabar con este periodo de inestabilidad y “anarquía”, como le llamó Justo Sierra, a partir de la presidencia de Juárez se crearon las bases para un Estado moderno en términos de leyes (por ejemplo para reordenar y limitar el papel del ejército en la política, la relación entre Estado e Iglesia, y sobre todo a través de una reforma fiscal), pero al mismo tiempo Juárez violó la Constitución al reelegirse incluso con el uso de violencia para reprimir a los opositores (Díaz y Lerdo de Tejada), dando lugar años después a la dictadura de Díaz, que subió al poder paradójicamente con el lema de “no reelección”. De tal manera que ante la inestabilidad, la tentación autoritaria fue el legado de nuestra historia decimonónica.
La revolución traería consigo nuevamente la irrupción de las regiones en el panorama nacional ante la centralización autoritaria del poder, por lo que la Constitución de 1917 le otorgaría atribuciones legales pero también metaconstitucionales al presidente de la república, haciendo posible el autoritarismo mexicano durante el siglo XX. Desde la Constitución de 1857 se estableció, dada la experiencia de los primeros años del papel del ejército en las diferentes asonadas de los caciques y caudillos, que en tiempos de paz ninguna autoridad militar podía ejercer más funciones que las directamente establecidas por la disciplina militar; la Constitución de 1917 respetó este acuerdo fundamental en el artículo 129 en donde se limitaban las funciones de las autoridades militares, no obstante que la revolución fue finalmente realizada por los generales. Ese acuerdo fundamental se había respetado dada la experiencia histórica mexicana, hasta en días pasados en que se aprobó la modificación a dicho artículo, otorgándole prácticamente carta abierta al ejército para otras funciones en tiempos de paz, a menos que se refrende la idea de que estamos en guerra, lo cual profundiza lo realizado por Calderón. Lo grave de los cambios a la Constitución es que legaliza acciones que el ejército venía realizando, como la investigación y el espionaje a particulares, dejando por otro lado debilitado al poder judicial para suspender actos arbitrarios de las autoridades.
Ciertamente es importante matizar algunas de las características del autoritarismo priísta, como bien me lo ha recordado un buen amigo lector. Por ejemplo, se crearon instituciones que le darían a México no sólo estabilidad sino también crecimiento, particularmente durante un periodo en que el país pudo aprovechar las ventajas que le daba el contexto internacional, particularmente durante la posguerra. Sin embargo, uno de los peores legados que dejarían los gobiernos autoritarios fue precisamente su intolerancia a la crítica, y lamentablemente el uso del ejército para la represión estudiantil, en aras de un supuesto ascenso del comunismo.
Hoy que vivimos en un gobierno que dice ser heredero de las luchas sociales, resulta paradójico que se le otorgue un poder extraordinario al ejército, que ante el juicio a militares involucrados por ejemplo en el caso Ayotzinapa, se prefiera romper una de las principales promesas de campaña y dejar de lado las causas de la violencia en algunas regiones del país, es decir la relación entre grupos criminales y el ejército. Esta ruptura de una promesa de campaña que se dijo que pronto sería satisfecha, resulta ahora significativa ante el papel que pueden jugar las fuerzas armadas con las nuevas atribuciones obtenidas por los cambios constitucionales. Las luchas y movimientos sociales que surgieron después del 68 fueron precisamente para combatir la arbitrarierad del poder y de limitar las atribuciones del ejército fuera de la “disciplina militar”.
Estamos pues ante una transición democrática interrumpida (hay autores que ya hablan de una transición democrática fallida), al menos en los términos que se establecieron desde las luchas sociales de los años setenta del pasado siglo, de combatir el autoritarismo a partir de elecciones y prensa libre, de reordenar a las fuerzas armadas bajo límites establecidos por las fuerzas civiles, incluido el juicio de militares en tribunales civiles tratando con ello limitar el viejo fuero militar, y desde luego mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población a partir de profundizar en la democracia. De ahí que la reforma judicial junto con la integración de la Guardia nacional al ejército, incluidos los fueros militares, no sólo son reformas que van a contracorriente con las luchas que se dieron a partir del 68, sino también de lo que se visualizaba como proyecto democrático en el país. No podemos cambiar la historia a partir de construir una memoria alterna, sino asumiendo en todas sus contradicciones una lectura amplia de lo que se dio en llamar transición democrática. Ciertamente haber pensado ésta sólo a partir de la ingeniería electoral, es una de las principales críticas que podemos hacer a reducir todo a las elecciones; sin embargo, no debe olvidarse que era un esfuerzo por hacer posible justicia y democracia.
A lo anterior habría que agregar el efecto de intensificación de la intolerancia a la crítica desde el púlpito de las mañaneras, y desde una estrategia que combinó la amenaza a través de recursos del Estado (como el SAT o la Fiscalía) así como la compra de espacios para atacar a los “adversarios”. Por ello, la principal crítica que se puede hacer al sexenio que termina, es que el presidente mantuvo su popularidad pero no supo ser un Jefe de Estado. Por ejemplo, privilegió encabezar en todo momento a su partido, el movimiento que creó alrededor sólo de su figura, sin aceptar crítica alguna, aún de los que fueron sus aliados, dejando finalmente al “guardián de su legado”, no en Claudia necesariamente, sino en uno de sus hijos. El aceptar e incluso alentar los elogios a su persona y su gobierno, durante varias semanas de despedidas, más allá de sus personales necesidades de reconocimiento, nos habla de un presidente que buscó siempre la popularidad pero no lo mejor para el país, lo cual es una diferencia importante.
En este sentido, el legado que deja ha sido sobre todo, el de acabar con las promesas de la transición democrática (pluralismo, equilibrio de poderes, elecciones libres, etc.), incluida la libertad de expresión en donde los críticos son descalificados y amenazados sin escuchar ni dimensionar el papel de la crítica en los Estados modernos. Porque hay que recordar que la libertad de expresión, un derecho fundamental y de los más sensibles en términos democráticos, permite visualizar problemas que los grupos de poder no aceptan, por lo que la intolerancia es uno de los legados más nocivos para el país. El que la máxima autoridad de la república se haya dedicado a descalificar a los críticos, sin distinguir los tipos de crítica, ha alentado la intolerancia en los diferentes niveles de gobierno (incluso entre los gobiernos que no son morenistas), y peor aún en las pláticas más cotidianas en donde cualquier comentario crítico es rápidamente descalificado, lo cual deja la sensación de que como país hemos perdido otra oportunidad. En los primeros meses del nuevo gobierno sabremos de qué herencia parte la primera presidenta de México, presidenta con “a” como se ha dicho, deseo sinceramente que retome la herencia de la luchas sociales en contra del autoritarismo y a favor del reconocimiento de un México más plural.