Montmorency: espejo del tiempo

Desde lo alto, el agua se desploma con una fuerza serena, dibujando un velo blanco que brilla bajo el sol. Su caída es constante, inagotable, como el latido de la naturaleza. A los costados, los árboles otoñales lucen una paleta de tonalidades rojizas y verdes, anunciando la llegada del cambio de estación. El aire es fresco, cargado de esa humedad ligera que se aferra a la piel.
El río San Lorenzo se entrega al vacío sin resistencia. Su superficie, espejo de un cielo claro, se rompe en mil reflejos al cruzar el borde. La corriente desciende con un estruendo que no aturde, sino que rompe los sonidos del silencio. Es una resonancia que llena los sentidos y borra cualquier pensamiento innecesario.
Más allá, un puente une las orillas, testigo del tiempo y de los pasos que lo cruzan. Desde ahí, la vista se abre en toda su magnificencia: el agua, el bosque, la piedra tallada por la corriente y la isla de Orleans. Cada elemento encuentra su lugar en una armonía terrenal.
Al acercarse a la cascada de Montmorency, en Canadá, el rugido del agua se vuelve protagonista. Se siente su poder, su incesante fluir. En ese instante todo lo demás es ajeno. Solo existe el momento, el sonido, la brisa. El nombre rinde homenaje a Charles de Montmorency, almirante francés del siglo XVI.
Observar el agua caer es un recordatorio de lo inevitable con el cambio, el paso del tiempo, la imposibilidad de retener lo que debe seguir su curso. Pero también es un símbolo de continuidad, de resistencia, de certeza, porque, aunque el cauce se transforme, el río nunca deja de ser río.

La fotografía la tomé el 1 de octubre de 2016 en la ciudad de Quebec, Canadá.
Más allá de la mirada: Cada gota cuenta. El agua, fuente de vida, es un recurso finito que debemos proteger. Cuidarla hoy garantiza el mañana. Su valor es incalculable. Sin dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno nada sobrevive.
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