Arte, ideología y política
György Lukács (1885-1971) destacó como estudioso de la estética y el arte, en particular la literatura (Teoría de la novela; Crítica literaria, entre varias más). Posteriormente, desde la perspectiva del materialismo dialéctico, se abocó a la filosofía y la historia, campos en los cuales sobresalió particularmente debido a su obra Historia y conciencia de clase.
Sin desdeñar el trabajo (proceso social) como factor esencial en la formación de la conciencia humana (Marx), enfatizó que “la religión y la ética aspiran a restaurar la totalidad del individuo, pero la reunificación de la personalidad, el reconocimiento de la totalidad, la continuidad de la individualidad del hombre solo se cumple verdaderamente con el arte”. El arte, por tanto, posee un carácter ético-filosófico (descifrar “la contradicción entre la esencia y el fenómeno”), y, en esa medida, social y política.
A partir de su lectura se desprenden algunas reflexiones. La separación y discrepancia entre razón (conciencia) y percepción de la realidad social y humana, genera una cultura política enajenada. Surge originalmente de la división capitalista del trabajo, pero hoy en día acrecentada por la manipulación que emana de la frustración del consumismo y la ostentación de modelos de vida, “belleza” y modos de conducta inalcanzables precisamente por las carencias pecuniarias que impone un modelo de economía y de trabajo basadas en la apropiación privada de la cultura, el esparcimiento, la información.
La cultura que se forma sobre la base de escisión-enajenación del ciudadano, borda en torno a abstracciones nulificadoras de su acción, o le propone opciones que no traducen ni reflejan sus reales necesidades y consecuentes soluciones. Impone la gran dificultad de dar forma congruente ética y social, a las reales condiciones de existencia. Enfatiza, la discrepancia entre lo real y lo ideal. Convierte condiciones y hechos objetivos en ilusiones, en modos subjetivos de sentir y de pensar.
No obstante, el contraste entre el ideal y la realidad llega a la conciencia desde la propia realidad: así, el contraste (la contradicción, la desigualdad) trasciende, pese a todo, conciente o inconscientemente, a toda idea, a toda crítica, a toda mistificación o a todo engaño (Marx).
La cuestión no radica únicamente en denunciar y criticar estas condiciones, sino en ampliar profundamente la reflexión dialéctica de esos problemas, ejercicio tanto intelectual como práctico. Identificar el ideal como engaño, como subterfugio para eludir las contradicciones sociales, históricas, culturales, económicas y políticas. O bien, identificar el ideal como crítica a la realidad y la acción congruente para transformar y superar esa realidad. Es decir, establecer los ideales como contraste entre las aspiraciones de reivindicación humana y la realidad social.
Un punto de partida es la plena conciencia que, al eliminar la prestidigitación, genere condiciones y acciones libertarias. Cuando las ideas (sistemas de ideas y valores) se convierten en engaño ideológico, cada vez más alejadas de la realidad y convencionales, no pueden sino provocar alienación, angustia y evasiones al percibir la realidad como carente de toda posibilidad vivificadora y emancipadora. Es, literalmente, el desencanto por la democracia.
No sólo sería el ocaso de la convicción en la dignidad del hombre, sino enaltecer la prosaica actitud de no creer en nada, la total apatía en su exacta acepción helénica: no ser capaz en lo absoluto de sentir y de vivir. Afectado todo ello por la emoción circunstancial.
Justamente el estado de ánimo y de conciencia que lleva directamente hacia la absoluta enajenación: la deshumanización tecnológica, el nuevo opio social de los medios electrónicos y “las benditas redes sociales” (frecuentemente compiten con la estulticia de la “caja idiota”), pero también hacia el opio real, la criminalidad globalizada de los estupefacientes.
La toma de conciencia, en cambio, supone crítica radical: analizar la realidad para sancionarla y abordar la realidad para modificarla. Y ese es precisamente el principio político: la crítica social para transformar la sociedad. Proponer acciones y objetivos con visión del futuro, bien sea como la convicción y la realización de un mundo mejor, o como la perpetuación prosaica del presente, o como la agudización, en otras formas, de la miseria, la inequidad y libertades conculcadas.
Al asumir, ya sea en el plano cultural o político, las contradicciones entre necesidades y posibilidades como disparidades o paradojas atemporales, fatalmente inevitables o imposibles de resolver, se llega al positivismo acrítico o al idealismo acrítico: la huida de la miseria o la sublimación de la miseria, se ignora o se reprime o se denuncia no para eliminarla sino para encubrirla o justificarla.
Es el pragmatismo que reconoce opresión y desigualdades para eludirlas o disfrazarlas, para impedir la transformación de la realidad; más aún, para fabricar la apología de esa realidad social y fundamentar el conformismo o proponer soluciones engañosas.
De ahí la urgencia de cultura y práctica políticas que eduquen y que liberen. Existen, como afirma Lukács, las posibilidades de solución “como alternativa concreta a la vida manipulada”. Y el primer momento es la crítica social, el cuestionamiento a la “racionalidad” de la postmodernidad. El primer paso es cómo encarar el desafío de la atomización social, la dispersión de los movimientos sociales (feministas, identitarios, culturales, comunitarios, participación democrática), y convertirlos en organización colectiva de los ciudadanos. En el siglo 21 el dilema no es clasista sino, mucho más allá, es urgencia y reclamo de vida humana.