COMPROMISO EN EL PASTEL Nostalgia idílica de chocolate
La familia acabó de cenar, pero como faltaban unos minutos para la media noche, decidieron que era un buen momento para recordar viejas anécdotas mientras el reloj apresuraba sus manecillas para marcar las doce de la noche, y entonces comenzar los abrazos y los deseos de Año Nuevo. Fue el menor de lo nietos el que propuso que, por enésima vez, contaran los abuelos cómo se habían comprometido en una cena de Año Nuevo como esa, pero muchos años antes. Secundada la idea por los demás nietos y los hijos de los abuelos, el abuelo se aclaró la garganta, pero antes de pronunciar palabra, fue interrumpido por la abuela que le pidió ser ella quien contara la historia. El abuelo accedió encantado, comentando:
–Sí; su abuela recuerda mejor lo detalles.
–Pablo llegó por mí muy temprano porque ya teníamos el compromiso de cenar en casa con su familia, y el abuelo, su bisabuelo –aclaró a los niños–, siempre fue muy estricto con los horarios. Yo no sabía que me tenían una sorpresa. Llegamos como para cualquier otra cena y ya de entrada se sentía un ambiente muy agradable con el calorcito que daba la chimenea que habían encendido desde temprano, y ya para cuando nosotros llegamos, ya se había entibiado toda la casa.
Luego de una plática a propósito del frío que se sentía en la calle, tomar unas bebidas calientes, y tocar otros temas sin mayor importancia, nos sentamos a la mesa para la cena justo a la hora en que se había anunciado. No recuerdo que cenamos en aquella ocasión, pero para terminar, fue llevado al centro de la mesa un pastel de chocolate de gran tamaño. Cada uno se iba sirviendo de aquel pastel, pero a mí me cortó un pedazo Pablo. Casi a punto de morder aquel pan de chocolate, vi que brillaba algo que parecía de metal; desmoroné aquel pedazo y, en efecto, lo que vi brillar era un anillo –dijo, al tiempo que levantaba su mano izquierda mostrando el anillo que portaba en el dedo anular–.
No hicieron falta las palabras. Entre sollozos por la emoción, le dije que sí, que aceptaba ser su esposa. El resto es historia. Aquí seguimos felices tras 45 años de matrimonio.
La mesa entera aplaudió la historia que ya todos sabían de memoria, pero que aún no llegaba el momento de cansarse de ella.
El reloj anunció con sus campanitas que ya había muerto el año viejo, y que comenzaba a balbucear el Ano Nuevo.
Se escuchó el “pum” que produjo el descorche de una botella de champán, y empezó el reparto masivo de abrazos y felicitaciones. Todos contra todos.
Nadie notó que el abuelo se apartó para sentarse en su sillón habitual, y si alguien notó una lágrima que asomó a sus ojos, la atribuyeron a la emoción del momento. Pero no era por aquel momento, sino por uno que había pasado en la misma fecha hacía 46 años. Nunca enmendó la plana a la abuela, pero aquella historia tan conocida, no era la que él recordaba.
La verdad era que por aquellos días, Pablo había decidido que el matrimonio con Silvia, su ahora esposa, no era lo que él quería. Tenía pensado romper la relación el día de Año Nuevo, pues si bien no sabía que haría después, sí tenía seguro que no amaba a Silvia, y luego de pensarlo mucho, puso en su cabeza la idea de que no era justo para ninguno de los dos continuar.
En efecto, aquella lejana noche, todos iban tomando de aquel pastel por sí mismos, pero Silvia se había sentado en un lugar, entre una de las patas de la mesa, que le dificultaba levantarse, así que Pablo se acomidió a servirle a Silvia el pedazo de pastel.
Cuando Silvia encontró aquel anillo y se produjo el episodio aquel, entre el llanto de ella, y el aluvión de felicitaciones de la familia, Pablo no había sabido reaccionar adecuadamente, y ni aceptó ni negó ser él quien llevara aquel anillo que ahora se había colocado Silvia en la mano, y que, para colmo, le embonaba perfecto.
Al día siguiente, para su fortuna fue Pablo quien recibió a la amiga de su madre, que había tocado a la puerta muy temprano, quien le explicó que había visitado la casa el día anterior, y que había perdido su anillo. Rehaciendo las circunstancias del día anterior, fue más que obvio que al visitar la cocina, había resbalado de la mano de la visitante el citado anillo, y por mera casualidad quedó justo en el pedazo que le correspondió a Silvia. Pablo que siempre tuvo a bien ser un caballero, no queriendo asestarle tan duro golpe a la que ya no podría dejar de ser su novia; explicando la escena de la noche anterior, arregló con la susodicha amiga que no dijera nada del tema (cosa que cumplió cabalmente) y que Pablo le pagaría el valor de aquella prenda, lo que, por cierto, le tomó bastante tiempo y trabajo.
Al paso de los años, Pablo jamás tuvo ocasión de arrepentirse de haber sucumbido al reto del destino, y cada día aprendió a amar más y más a su esposa, de la que ya no querría separarse nunca jamás.
Todavía se confundía la familia en abrazos, cuando Pablo alzó su copa, y sin ser notado por nadie, murmuró teniendo a la vista a Silvia, su mujer:
–Gracias por esta familia y por este tiempo. Va por ti
Y apuró el vino de su copa, que le supo exquisito, como nunca.