El laberinto de los gladiadores
Entre la democracia pervertida y el galimatías del escándalo y el griterío, crece y se asienta la babel de la postmodernidad tropical. Sin duda el capitalismo dependiente es altamente resiliente, ya sea bajo el cascarón de la democracia liberal o bajo la demagogia populista exacerbada, en este como en cualquier otro escenario, el capital se reproduce y se acrecienta, al igual que las desigualdades, la injusticia, la violencia…
Hay quienes, en abuso del lenguaje llaman gladiadores a los burócratas de la simulación, pero me pregunto si identificarlos como gladiadores es una exageración. El gladiador, incluso el esclavo, poseía valor y dignidad en la lucha y en la muerte. Ignoro cuál sea el símil correcto: ¿merolicos?, ¿buitres?, ¿chachalacas?, ¿vulgares trepadores?, ¿aventureros sin escrúpulos?, ¿facinerosos?, ¿filibusteros?, ¿idealistas versus cínicos? ¿Platón versus Maquiavelo?
El despotismo, enseñó Montesquieu, existe cuando el príncipe gobierna de acuerdo con sus deseos sin ley alguna. Despilfarra en vez de usar los recursos de la república en el bienestar de los ciudadanos, a quienes considera súbditos “carentes de virtud, honor y conocimientos”. La población se aviene porque estima la anarquía como mal mayor.
La crisis global de salud permite rescatar el pensamiento social y filosófico, lo cual es excelente, ya que eleva la crítica política. Empero, desde la crispación, la angustia y la imaginación, todavía el ser humano sigue construyendo el embate a los molinos de viento a partir de ilusiones. Cree reinventar el capitalismo y se engaña creyendo que lo humaniza.
La pregunta, por tanto, es si una enfermedad global es capaz de renovar a la humanidad. Ciertamente esta pandemia desnuda obscenamente todas las deficiencias y las perversidades del sistema capitalista por encima de sus virtudes (que también las tiene). En buena medida está creando conciencia de ello, así como de las debilidades y limitaciones humanas (sobre todo, emocionales tanto individuales como colectivas). Incluso la certeza de que el mundo no puede seguir así. Pero por ahora no se manifiestan sino los extremos: el temor del fortalecimiento de formas de totalitarismo y control social (el manejo de la pandemia, revela algo así), o la fantasía, otra utopía, de un mundo bajo el “poder ciudadano” (¿qué quiere decir exactamente?) y la solidaridad humana.
Se impone la visión de Kant: donde fracasan religión, moral y educación, triunfan el dinero y el comercio. O, a la manera de David Hume, sujetar la vida política a la “moral”, implica subsumir la política y la sociedad política, a los imperativos de la economía, la propiedad y las utilidades.
Un problema histórico (¿deficiencia?, ¿contradicciones?) de la izquierda (Lenin calificó de “infantilismo”), y hoy en día, del populismo redentor, es ese eterno debate sobre quiénes son los buenos y quiénes son los malos, quiénes son portadores de la verdad y quiénes representan la falsedad histórica. El gran problema, desde la base, es el de las condiciones sociales para la democracia.
Las barreras de la desigualdad extrema impiden a la democracia prosperar. Samuel Huntington planteó que “… la probabilidad de democratización disminuye bruscamente en la medida en que la vida política de una sociedad se torne altamente polarizada y signifique un conflicto violento entre fuerzas sociales”. Ante la ausencia de una burguesía con sentido de la nación, precisa Rolando Cordera, y ante un Estado que se retrae del campo económico, el poder decisorio y de control se traslada a los centros de control foráneos y a los segmentos de la burguesía dependiente que los acompaña.
Aparte de ahondar en el tema de esa democracia radical ciudadana y recordar que la fraternidad es tema que viene predicándose y pregonándose desde hace milenios (religiones, filosofías, utopías sociales), sobresalen las cuestiones acerca de cuál sistema económico, cómo generar riqueza y cómo distribuirla, ¿capitalismo de Estado?, ¿capitalismo de “libre mercado”?, ¿socialismo democrático?, cómo impedir los extremos de la indigencia y de la opulencia, cómo asegurar los mínimos de bienestar para todos (salud, educación, vivienda, trabajo digno y remunerado), cómo acabar si fuese posible toda forma de colonialismo y explotación de pueblos. O, como dijese Marx, eliminar toda forma de servidumbre y miseria.
Y, acaso lo más importante, las generaciones del siglo XXI ¿están dispuestas a una epopeya revolucionaria? Me atrevo a suponer que Netflix, Hollywood y el trasiego de estupefacientes están a cargo de impedirlo.