El Rosal Enfermo
[bctt tweet=»–¿Un cuento?– Dije yo entusiasmado porque gustaba mucho de la forma tan divertida que tenía mi abuelo para contar cuentos. » username=»crisolhoy»]
CUENTO DE JESÚS CONSUELO
CON MÚSICA DE RICARDO PALMERÍN.
“Junto al pie del muro, donde se sentaba,
cuando me esperaba, había un rosal;
un rosal enfermo que no daba flores
pero que adornaba con verdes colores;
pero que adornaba el blanco mural…”
Pasábamos más tiempo en casa del abuelo que la nuestra porque la nuestra era una casa simple, mientras que el abuelo vivía en una casona en las afueras del pueblo, y tenía un gran espacio donde podíamos jugar a “nuestras anchas”, que el único límite lo ponían nuestras fuerzas. Y nos gustaba ir a casa del abuelo porque no había día que mi abuelo no recibiera a la tarde sentado bajo el frondoso mezquite que sombreaba todo el huerto de la casa. Apenas el sol amenazaba con desaparecer tras la loma, el abuelo ejecutaba su ritual. Un ritual que no cambiaba en nada, salvo que hubiera lluvia, en cuyo caso corría un toldo que de suyo estaba enrollado convenientemente en una de las ramas del majestuoso árbol que le servía de respaldo. Tomaba entonces su guitarra y nos cantaba algunas de las canciones que sabía que nos hacían felices, pero siempre empezaba con esa canción que yo no acababa de entender: El rosal enfermo. No entendía cómo un rosal podía estar enfermo y, sobre todo, ¿qué rosal? En el huerto de mi abuelo menudeaban muchos árboles frutales y muchas plantas florales, pero jamás vi un rosal, y vaya que yo sabía de rosales porque en casa sí que teníamos uno que daba unas rosas amarillas muy aromáticas y que yo cuidaba con gran esmero, pero nunca lo vi enfermo.
Ese día, cuando ya las sombras nocturnas habían bajado a resguardar el campo y mi abuelo colgaba ya su guitarra en la pared de la casa, le pregunté:
–Abuelo, ¿por qué te gusta tanto esa canción?
–¿Cuál?
–Esa del rosal…
Mi abuelo se me quedó viendo un momento, luego elevó lentamente su cara hacía la nada y dijo como para sí mismo:
–El rosal enfermo…
–¡Esa!
Prometió contarme una historia después de la cena, pues ese día mis hermanos y yo nos quedaríamos a pasar la noche en casa del abuelo.
–¿Un cuento?– Dije yo entusiasmado porque gustaba mucho de la forma tan divertida que tenía mi abuelo para contar cuentos.
–No. Esta vez no es un cuento… O quizá sí, no lo sé…
Nos sentamos todos a la mesa y dimos cuenta de una deliciosa cena como siempre, cocinada por las manos sabías de mi tía Carmela.
Por aquellos años no era común que hubiera recolección de basura en las orillas del pueblo, así que en un rincón del terreno había un tambo grande donde cada día se quemaba la basura del día. Mi abuelo me llevó hasta ahí, luego de dejar durmiendo a mis hermanitos, y colocando sendas sillas cerca de la improvisada fogata, nos sentamos y mi abuelo comenzó su relato.
–Hace muchos años, cuando yo era muy joven, mi padre nos llevó a vivir a Yucatán, por cosas de su trabajo, y ahí conocí a tu abuela. Tú no la conociste, pero era una mujer muy hermosa, elegante y distinguida. Nos tratamos un tiempo y luego formalizamos. Nuestros padres se escandalizaron un poco, eran otros tiempos, pero pronto se dieron cuenta que nada de lo que pudieran hacer o decirnos nos iban a convencer de lo contrario, así que yo todavía no cumplía los 20 años y tu abuela apenas con 16, nos casamos. No había dinero para mucho; aquellos eran días muy difíciles para el país, así que no hubo fiesta nupcial ni nada por el estilo; la boda misma tuvo lugar en la sacristía del templo, sin padrinos, ni lazo ni nada. Y a manera de “luna de miel” llevé a tu abuela al teatro; pero no a ver una obra teatral, no. Era un teatro musical, y ahí mientras Ricardo Palmerín, un compositor de esa época cantaba esa canción que ya conoces, la del Rosal enfermo, nos dimos el primer beso en total libertad y ya con la bendición de Dios.
“Cuando tuvimos nuestra primera casa, lo primero que hice fue llenarla de rosales, y yo tenía la esperanza de que alguno estuviera enfermo y no diera rosas, pero en eso tuve mala suerte; todos florecían abundantemente y con todos los colores imaginables. Yo trabajaba muy duro y pude luego comprarle a tu abuela su primer radio, ese aparato que está en la sala. Ya no sirve, pero entonces ella pasaba el día entero esperando a que se escuchara esa canción que era “nuestra” canción: El rosal enfermo. Para que no tuviera que estar junto al aparato ese todo el día, la más de las veces infructuosamente, aprendí a tocar la guitarra y me aprendí la canción. Y entonces todas las tarde, apenas llegaba yo de la labor, tomaba la guitarra y le cantaba con todo mi amor esa canción que tantos recuerdos nos traía y que nos recordaba lo mucho que yo la quería y lo mucho que ella me quería.
“Pasaron los años, vinieron los hijos, primero tus tíos, luego tu tía Carmela y al final tu padre. Luego vino aquello…
Pocas veces vi llorar a mi abuelo, y aquella noche pese a la poca luz que daba el bote que incineraba la basura, o quizá debido a esa débil flama que hacía brillar con más intensidad sus lágrimas, lloró como sólo lloran los enamorados.
–“Bueno, tu abuela enfermó, y… Me vine para acá con mis hijos a este rincón que me ha soportado tantos años, y donde pueden venir ustedes que me hacen seguir vivo, aunque ya no la tenga conmigo.
“Por eso me gusta esa canción; por eso la canto, porque sigue siendo la nuestra.
–¿Pero por qué no plantas rosales, abuelo?
–Porque nuestros rosales se quedaron allá, junto al pie del muro donde ella se sentaba…, donde me esperaba…”