TARDES DE LLUVIA (cuento en cuatro tiempos)
TE REGALO MI CANCIÓN
El día transcurría lento; tan lento como su esperanza. Tomás había empezado una y otra vez el mismo reporte que debía entregar al jefe de departamento, pero parecía no tener idea de cómo hacerlo. –¿Por qué no puedo concentrarme?– se cuestionaba, pero él sabía de sobra la razón. No podía sacarla de su cabeza. Siempre había sabido que aquello no duraría mucho tiempo, y siempre se decía que no habría problema cuando ella se fuera; pero no verla aquella mañana, y enterarse, o al menos imaginarse que todo había terminado por el hueco, dolorosamente vacío, que dejaban su ropa y las pocas cosas que ella tenía ahí, siempre pulcramente acomodadas, era el mensaje no escrito que avisaba que, sin decir adiós, se había ido.
Se habían conocido en una tarde lluviosa, fría, de octubre hacía poco menos de un año. Tomás había emprendido un caminar imbécil, es decir, caminar por caminar; sin rumbo, sin destino, sin tiempo, buscando alejarse –quizá– de sí mismo. Nunca había tenido suerte en el amor, y por aquellos días una derrota más le había empujado fuera de casa a caminar para forzar los músculos a moverse a su pesar, a caminar para no pensar, a caminar intentando mimetizarse entre la muchedumbre que se apoderaba aquella tarde de las calles, pero fue contraproducente; se sentía asfixiado, y veía una severa recriminación en cada rostro que le miraba, como si todos supieran que había fracasado una vez más. Sintiendo su corazón a punto de salirse del pecho y el aire enrarecido cada vez más, vio cercano el parque, y deliciosamente vacío. No lo pensó mucho; a grandes zancadas alcanzó el portón de entrada y en poco segundos ya era sólo una figura solitaria entre la vereda, confundido a ratos con las ramas de los árboles, que amablemente accedieron a cubrirle.
No supo cuánto había caminado, cuando sintió las primeras gotas, tímidas, de una lluvia que se adivinaba no sería muy fuerte, pero sí duradera.
–¡Carajo!, no traje ni paraguas ni impermeable–. Se recriminó.
Ya por la hora, o quizá la penumbra que acompaña a las lluvias del otoño, Tomás no había visto el pequeño tejabán de un negocio ya cerrado, hasta que el destello de un relámpago se lo hizo notar. Corrió hasta él… pero no estaba vacío.
Estaba ella sentada moviendo la cabeza sutilmente al ritmo de una dulce melodía que escuchaba en un pequeño reproductor. No pareció darse cuenta de la presencia de Tomás, hasta que este saludó con un tímido: –Buenas tardes.
Ella respondió con apenas un leve movimiento de ojos, pero quedó claro que era saludo también, para luego volver a ensimismarse en lo que escuchaba.
Tomás no prestó mayor atención en ella, más preocupado en la lluvia que lo encarcelaba un poco al parque. Pareció no importarle mucho que ella repetía una y otra vez la misma canción, pero no parecía aburrirse, al contrario; cada vez le gustaba más, así que preguntó:
–¿Qué canción es ésa?
–Mi canción.
–¿Su canción?
–Así es. Mía y de nadie más.
–¿Es usted compositora?
Ella sonrió divertida.
–¡No! Para nada. Mi trabajo es mucho más mundano.
–Ah, ya. Alguien le ha dedicado esa canción…
–¿A mí? No, tampoco.
–Es que como usted dijo que era su canción, yo pensé…
–No. Verás; el compositor tiene la virtud, justo es reconocerlo, de pellizcar una nota por aquí, otra por allá, cosechando ritmos en el huerto de la música, hasta formar, digamos, un cuadro; y a veces, decorando el marco con una espléndida letra que hace del todo una hermosa canción. Pero esa canción no es del compositor.
–¿No?
–No, qué va. Esa canción le pertenece a quién se identifica con ella, a quién vive en ella o de ella. ¡Esta es mi canción! Por cierto, me molesta que me hablen de usted; me llamo Sonia. –Dijo alargando la mano para saludar.
–Tomás.
Fue con su mano menuda, casi perdida en la manaza de Tomás, cuando este se percató de la belleza y finas formas de Sonia. Sus ojos melados parecían sonreír divertidos a cada movimiento de sus pestañas, largas y onduladas; su boca de delgados labios con apenas un toque de un labial muy tenue y delicado. No gastaba más maquillaje que éste. Su cabello hasta los hombros, flotaba libre sin recato, y se adivinaba suave y terso, de un castaño claro que a pesar de las sombras de la tarde, dejaban escapar algún destello de picardía.
Menos de un semana después, Sonia entraba con su pequeña maleta a la casa de Tomás. Este extendió su brazo señalando el interior y le dijo:
–Esta es la casa. Ella y cuanto hay es también de ti.
Ella puso su índice en los labios de él, invitándole a callar. Mostrando su pequeña maleta le dijo:
–Esto es todo cuando tengo. No quiero engañarte. No sé estar mucho tiempo en el mismo lugar, así que más temprano que tarde me iré, y me iré sin despedirme. No me gusta decir adiós. No sé cuándo, alguna mañana cuando no veas esto poco que tengo, me habré ido. No puedo decir que acepto su amable ofrecimiento, que agradezco profundamente. Y como ya ves que nada tengo, yo, para no ser menos, te regalo mi canción. Así cuando la oiga, me acordaré de ti.
Y aquella mañana, se había ido.
Tomás no supo cómo pero finalmente terminó y entregó el reporte que le precisaba su jefe inmediato, y salió de la oficina apenas dieron las 5 de la tarde.
SALIENDO DEL TRABAJO
Tomás seguía perdido en sus recuerdos y lo único seguro era que no quería volver a su casa; no todavía. Decidió que no sería un buen conductor en las condiciones en que estaba, así que comenzó a caminar hacia el bar que solía visitar de vez en cuando. Por suerte debía caminar únicamente tres cuadras y media, porque habiendo doblado la esquina de la tercera, el cielo retumbó anunciando que en breve, iba a regar la ciudad. Tomás alcanzó la puerta del lugar cuando la una cortina de agua se descorría por todas las calles aledañas. No le importaba si duraba mucho la tormenta o no; al menos de momento, no quería ir a ningún lado.
Se dirigió hacia una mesa un poco alejada de todo, pero pensó que sería una mejor idea ocupar un lugar en la barra, y así lo hizo. Era muy tarde para los parroquianos que suelen beber con la comida, y era temprano todavía para los que suelen coronar sus noches en alcohol, así que de momento, el bar era propiedad exclusiva, casi, de Tomás.
Se aflojó la corbata y pidió una cerveza. Si bien no quería ir a esa hora a su casa, tampoco quería emborracharse. La cerveza es un buen término medio.
Es ley que los cantineros tienen siempre buen tema de conversación, pero también es sabido que son los conversadores más respetuosos de cuantos existen; jamás preguntan o comentan si no son invitados a hacerlo, y Tomás no quería hablar, precisamente. Así que las únicas palabras que se intercambiaron fueron el consabido saludo, el “qué va a tomar”, y “una clara” (Tomás nunca gustó de la cerveza oscura).
Habría transcurrido poco más de una hora y dos cervezas más, cuando de manera inevitable, volvió a llenarse su cabeza de recuerdos.
Ahora que lo pensaba, era increíble cómo habían cambiado las cosas en casa desde su llegada: Tomás dejó de ver casi la televisión, salvo hasta que terminó la serie a la que se había enganchado desde hacía meses. La radio había cedido su voz para que el estéreo cantara una y otra vez, “su” canción. Sonrió al recordar aquella ocasión en que Sonia le había obligado a comer berenjenas a las que Tomás odiaba sin conocer, y cómo después era platillo obligado –por él- por lo menos una vez por semana. Algunos muebles habían sido reacomodados, con éxito y buen gusto, y uno que otro jubilado. Con lo que Tomás no estaba muy de acuerdo era con aquel librerito que sustituía al que había sido construido por su abuelo, aunque, justo es reconocerlo, ya no se podía tener en pie, sino recargado en otros muebles. Pensaba seriamente en que ahora que ella se había ido, el librerito aquel tendría que marcharse también.
En aquel momento, cuando le era servida la quinta cerveza, un tipo se sentó tres banquillos a la derecha de Tomás. Intercambiaron movimientos de cabeza, y cuando Tomás volvió a su cerveza, cayó en cuenta que bebía solo porque en realidad no tenía amigos. Conocidos, compañeros de oficina, algunos vecinos (con otros ni el saludo), pero un amigo con el cual confiar, no lo tenía desde que recordaba.
–¿Qué es lo que pasa conmigo?– Se preguntaba.
–¡Carajo!– Y acompañó la imprecación con un sonoro puñetazo a la barra. De inmediato se dio cuenta que había sido suficiente cerveza por hoy.
Se disponía a pedir su cuenta, cuando alguien había alimentado la vieja sinfonola del bar, que comenzaba a tocar a viva voz, su canción.
Empezó a hervir en su interior un sinfín de emociones y recuerdos. Los encabezaba ella, siempre ella.
Prudentemente trocó la cerveza por café, pero siguió en el bar oyendo en su interior aquella canción (la sinfonola ya gritaba otras melodías, pero Tomás no escuchaba).
¡Tenía que ir a buscarla! ¿Pero a dónde? Ella jamás dijo de dónde venía ni a dónde iría después. Siempre que él se lo preguntaba, ella respondía:
–Vengo de donde vengo, y voy hacia donde voy.
A fuerza de mucho insistir, había conseguido averiguar que en algún tiempo había sido escritora, pero nada más. Alguna vez llegó a insinuar que su nombre no era Sonia, pero luego ni lo negó ni lo confirmó.
Lo mejor de su vida siempre estaba adelante; siempre estaba por venir.
Quizá esto es lo que más hería a Tomás: que un mañana, del que él ya no formaría parte, sería lo mejor para ella.
Sí. En realidad era esto lo que le dolía a más no poder. Había terminado, o mejor sería decir que lo habían terminado otras veces, pero jamás había sentido su corazón tan roto, tan remendado…
Fue Tomás a la sinfonola, puso unas monedas, hizo la selección correspondiente, y cuando empezó a sonar aquella vieja melodía, murmuró para sus adentros clavando su vista en un hombre que dormía la mona tendido de bruces en una mesa:
–Te regalo mi canción.
Y se fue a su casa.
EL MUNDO TIENE ALAS
Después de una noche poco afortunada gracias a los efectos del alcohol y los recuerdos, Tomás dio la bienvenida al nuevo día con mejor humor. Había decidido que aquel no era un episodio como para dejar la vida. Algo de ejercicio, distracción, un buen libro, etc. Y todo volvería a la normalidad. Después de todo, ¿no era esa la historia de su vida? ¿No había sabido salir adelante luego de todas y cada una de las rupturas? Pues bien, esta no tenía por qué ser diferente.
–Basta ya de tenerme lástima– se decía.
Aquella mañana decidió que la vida era suya; llamó a su trabajo para anunciar que faltaría; no, no estaba enfermo, pero tenía cosas que arreglar.
Por principio de cuentas, borró de sus archivos de sonido todo vestigio de aquella canción.
–Ya no es mía, se la he regalado al borrachín del bar.
Puso manos a la obra para regresar el mobiliario a sus lugares originales, pero pensó que sería una tontería ya que, en efecto, estaban mejor donde estaban ahora. Ah, pero ese librerito… ese librerito.
Y el librerito se fue.
No quería realmente salir de casa, pero la despensa no compartía su idea, pero entonces recordó que su auto lo había dejado en el trabajo, ya que al salir del bar se sentía poco apto para manejar, por lo que había regresado en taxi, y como había faltado a trabajar, le pareció que no era prudente acercarse por esos rumbos en este día. Decidió entonces terminar de acomodar todo, y esperar hasta la tarde para salir a comer algo sabroso en algún lugar, comprar algo al regreso, y volver a buscar algo digno en la programación televisiva para terminar la noche.
Hecho el plan, pasó la mañana acomodando esto aquí, aquello allá, etc. No pocas veces se detuvo a hojear algún libro, ya por releer algún pasaje olvidado, o bien para releer alguna página bien recordada, como aquel libro de poemas que hacía tiempo no veía. Después de sacudirlo, lo abrió justo donde años atrás había dejado un separador, y quiso ver qué habría podido dejar señalado. Y leyó:
Por más que yo me aleje
de ti y de tu conciencia;
siempre habrá alguna ciencia
que de nuevo a ti me lleve.
No guardes ni rencores
ni maltrates la esperanza;
debes tú tener confianza
en que tornan los amores.
Nada creas de gentes malas
que agoreras nos deploran;
bien se ve que ellas ignoran
que el mundo tiene alas.
Por más que buscó y rebuscó en sus recuerdos, no pudo explicarse la razón de haber señalado precisamente ese poema que hoy le parecía haber nacido justo para él. Ciertamente el polvo acumulado le confirmaba que aquel libro no había sido abierto desde hacía años, y sin embargo ahí estaba aquella tira de cartón con un pequeño lazo en una esquina, señalando en aquella página, precisamente ese poema que tanto le consolaba y le prometía en ese momento.
Sí, la lectura de aquellas líneas le había sanado algo su alma herida, pero… ¿no era peligroso dejar que enraizara esa esperanza que ahora renacía de que Sonia pudiera volver?
Lo deseaba, pero al mismo tiempo trataba de convencerse a sí mismo que eso no podría ser; ella lo había dejado muy claro: “cuando me vaya, será sin despedirme y para siempre”.
Y cuando rodó aquella salobre lágrima mojando su rostro, se dio cuenta que la quería en verdad. Casi por inercia buscó entre todas las otras lágrimas de antaño, y descubrió con sorpresa que esta era la primera vez que sus ojos buscaban su imagen. Todo su llanto de años, había sido para él mismo, por él mismo, y sin más destino que él mismo. Pero ahora era diferente. Lloraba por ella… No. Lloraba para ella.
Salió a la calle y su llanto comenzó a fundirse con la lluvia que en aquella hora bañaba de nuevo la ciudad.
Y TODO ES TAN DE TODOS LOS DÍAS…
Aquel día todos veían a Tomás con extrañeza. Nadie tuvo la confianza de decírselo, pero entre ellos se decían que no era el mismo. Nadie podía explicar a ciencia cierta el qué, pero era un hecho que algo ese día hacía muy diferente a ese Tomás, del Tomás de siempre, el de todos los días.
Es posible que él tampoco lo pudiera explicar, pero también sentía dentro suyo, que algo había renacido dentro. Le quedaba muy claro que si bien no era una mala persona, estaba muy lejos de ser un virtuoso, así que descartaba el “regalo” divino; sin embargo, aquella paz interior, aquella sensación de plenitud, sólo podía ser de origen espiritual, y Tomás tampoco era muy fanático de la religión; mejor dicho, no era religioso en absoluto. Pero ahí estaba: un Tomás diferente. Hubo quien, creo que la secretaria de Contabilidad, que lo describió como “resplandeciente”.
Lo más notable, es que alguien como Tomás, que siempre había evitado los diminutivos o los apodos cariñosos, nunca un Pepe, o un Juanito, o un Lupita… siempre era don José, don Juan, o señora o señorita Guadalupe, hoy se dirigía a todos como: amigo fulanito, o amigo zutanito, o Lupita, Laurita, y hasta a Gertrudis, la recepcionista, le acomodó un delicado: Lula, aunque a ella sin el diminutivo.
A todos les extrañó el cambio, pero a todos fascinó. No había terminado la mañana, y ya medio equipo de trabajo había considerado invitarle a las reuniones que efectuaban de cuando en cuando, y a las que jamás había asistido nuestro renovado Tomás, y no por falta de invitación; sólo que como era habitual que las rechazara, poco a poco cesaron y nadie había pensado siquiera en intentarlo de nuevo, pero ahora parecía lo más adecuado.
Han pasado ocho meses de que el nuevo Tomás apareciese en el mundo y nadie podría negar ahora que sea un magnífico amigo, y aún un buen anfitrión cuando de fiestas se trate.
Tomás fue ascendido a jefe de su Departamento, y se rumora que podría ser el próximo gerente. El único secreto que hay en la oficina es el que posee su secretaria particular. Lo descubrió una vez por mera casualidad cuando en la calle, en un desfile de algún espectáculo en la ciudad, el carro de sonido usaba de fondo musical una canción que de inmediato humedeció los ojos de Tomás, y luego en la radio… y luego… No había duda; era esa canción y nada más la que ocasionaba ese efecto, pero la muchacha, haciendo honor a su profesión, guardó para sí el secreto.
Una tarde, la secretaria le dijo:
–Señor, le hablan por teléfono. No quiso dar su nombre.
Tomás tomó la llamada y de inmediato reconoció la voz.
–…No. No expliques nada. Te esperaba. Imaginemos que este es el primer día; que la lluvia nos reúne por ventura en una caseta del parque… que todo es tan de todos los días…
Curiosamente, esa tarde llovía.
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