ORO Y MARFIL (cuento)
Fernando llegó al sitio que señalaba el memorando de la revista que lo tenía contratado desde hacía poco menos de dos años: un sofisticado salón del exclusivo Centro Mundial, lugar sólo accesible a personas “distinguidas”.
Una vez dentro, sintió el deseo de salir corriendo. Aquel no era ‘su mundo’. Fernando nunca tuvo delirios de grandeza y, al contrario, le repugnaba el alarde de recursos empleados en aquel lugar, sumado al mal gusto. Tres fotos, pensó; averiguar el nombre de algunos de los invitados, hacer el texto con los lugares comunes: “la distinguida concurrencia”, “el hermoso lugar”, “la noble labor”, “el exquisito menú”, “el amable anfitrión”, etc. Todas esas estupideces que a nadie importan, pero que todos esperan leer en la reseña de un evento de estos, donde para “beneficio” de lo que sea, se gasta más en darles de comer y beber a estos aristócratas pedantes, que lo que puede resultar en beneficio de… lo que sea.
Caminado entre la gente, se esforzaba por que la sonrisa con que respondía a los diferentes saludos no le resultara tan evidentemente fingida. De pronto… ¡la vio!
La mayoría de los rostros aquella noche, eran los mismos casi, en cada una de las ocasiones en que le habían ordenado cubrir estos eventos. Pero ella… era una mujer a la que no había visto nunca antes, sin embargo, algo en ella atrajo de inmediato toda su atención. Iba vestida con elegancia, pero sobriamente, aunque quizá un poco fuera de moda, pero, pensó, la elegancia y el buen gusto nunca han sido cuestión de modas. Unas pocas joyas pero que atraían poderosamente su atención. Fernando no era en absoluto conocedor de joyería; el único anillo que poseía era el de su graduación, y no era afecto tampoco a los relojes caros. Pero estaba seguro que las gemas que ella portaba no eran falsas como la mayoría de las que sacaban a “pasear” la mayoría de las señoronas –por edad, no por señorío–, que se sabía que poseían ciertas alhajas genuinas en sus cajas fuertes, o en las bóvedas de los bancos, pero siempre lucían copias baratas de las mismas.
A fuerza de cubrir estos eventos, Fernando conocía al menos el nombre de casi todos los personajes que solían desfilar en estos pomadosos compromisos. Muchas veces ni idea tenían de la causa que se esgrimía en cada ocasión, pero era la oportunidad de mostrar a la sociedad que sus inútiles existencias, a veces servían de algo.
Pero ella… por más que hacía memoria, no recodaba haberla visto en ninguna de esas fiestas anteriormente, pero no le era del todo desconocida. Es más; algo le decía que la conocía. Y no era que le hubiera llamado la atención su belleza, que bella lo era, ni su elegancia y prestancia, que también las poseía, sino algo más. Algo que él mismo no acertaba a comprender.
Y en medio de su ensimismamiento, vio con asombro que ella dirigió sus pasos hacia él, extendiendo su mano, no para saludar, sino en un ademán de dama bien para que él besase su mano. Este gesto lejos de parecerle superfluo, Fernando lo aceptó con evidente agrado y depositó en esa pálida mano un largo beso. Fernando iba a presentarse, y ella le puso suavemente su dedo índice sobre los labios, al tiempo que le decía:
–Sin nombres. No hace falta.
Fernando no respondió; seguía embobado con lo que le pareció una voz como nunca la había escuchado.
Embobado, asombrado, y todos esos estados de ánimo propios de un encuentro como aquel, pero no enamorado. Algo dentro de él le decía que no era una mujer para él. Mujer en el sentido erótico de la palabra. Pero sabía, sin comprender, que debía ponerle toda su atención.
Con un leve agitar de sus manos, acompañados de un movimiento de sus ojos, le indicó a Fernando que la siguiera. Así salieron a la terraza, donde además de no estar ninguna otra persona, la sugerente coreografía de plantas de vibrante colorido, los hacía invisibles a los demás concurrentes a la fiesta.
–Necesito de usted.
Fernando se ruborizó un poco, pero caballerosamente le respondió que estaba a sus enteras órdenes. Ella hizo un prólogo algo escueto, pero lo importante era que Fernando debía hacerle un favor: recuperar para ella una joya.
–¿Dónde he de encontrar esa joya, y sobre todo, qué joya?
–Un anillo que tiene engarzada esta misma figura–. Dijo, mientras le mostraba a detalle los pendientes que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Unos zarcillos de una filigrana exquisita en oro puro, y las figuras, un torso de mujer, tallado en minúsculos fragmentos de marfil, pegados a las bases de un raro cuarzo donde se podrían distinguir al menos 8 tonalidades distintas. Era evidente que el trabajo había sido realizado a mano, pues había pequeñísimas diferencias entre un pendiente y otro. Era de suponerse que el anillo en cuestión sería parte de un juego.
–¿Y dónde he de buscar tan delicada pieza de orfebrería?
–Esta misma noche, la casa del anfitrión de esta fiesta está sola. No habrá problema. El anillo está… y le explicó el sitio exacto donde encontraría el anillo, la forma de entrar en la casa, y el camino a seguir dentro de ella para llegar hasta el cofre que contiene el anillo.
–Ese cofrecillo contiene algunas otras cosas, sé que no tomará nada más que el anillo que le pido.
–¿Y dónde he de entregárselo?
–Dentro de 12 días exactamente, a la hora del cenit (12:00 horas) me encontrará usted en el Museo de Arte Mayor.
Aceptaría ahora mismo como pago por su ayuda un beso?
–Un beso suyo es un pago excesivo por tan poco esfuerzo. Lo acepto.
Ella le besó la mejilla, y él sintió que jamás le habían besado así, tan ardientemente, tan dulcemente, y vaya que Fernando tenía un sinfín de aventuras por platicar, pero como caballero que era, siempre las calló.
Volvieron al salón. Apenas separó Fernando la vista de ella, quiso saber algunas cosas más, pero ella ya no estaba. La buscó, preguntó por ella, pero nadie le supo dar ninguna razón. Nadie sabía quién era la persona que buscaba.
–¡Vaya; tenía prisa!– Dijo para sí.
Realizó su trabajo como acostumbraba. Unas fotos, el comentario de algunas personas, y breves datos de la causa de ese día. Su reloj le indicó que aún tenía tiempo suficiente, así que en una mesa apartada lo más posible del ruido de las conversaciones insulsas de los invitados, redactó el texto adecuado, acomodó las fotos que acababa de tomar, y mandó por la red su reportaje a la revista, avisando que por ese día no volvería a las oficinas. Mientras el archivo volaba en el ciberespacio, Fernando cayó en cuenta que le habían solicitado algo totalmente ilegal, y tan misterioso como extraño, pero lo que más le incomodaba era no haber protestado por aquella petición tan extraña, y lo que era peor, estaba totalmente dispuesto a cumplir su palabra sin importar las consecuencias, si las hubiere.
El resto de la noche sucedió como estaba previsto: salió de la fiesta, fue a la casa del anfitrión, y tal como le había sido indicado, no encontró ninguna dificultad para entrar en la casa, llegar hasta donde estaba el cofrecillo, que abrió sin problema. Otro cualquiera se hubiera vuelto loco con lo que tenía ante sus ojos. –Con una sola cosa de estas, no tendría que volver a trabajar en mi vida–, pensó. Pero se limitó a revolver un poco, hasta que encontró el anillo que buscaba. Lo reconoció de inmediato. La misma figura de marfil, aunque más pequeña que las de los zarcillos, engarzada en un fino anillo de un color dorado como no recordaba haber visto antes. Lo tomó y dejó aquella casa.
El día señalado, metió el anillo en su bolsillo y acudió al lugar de la cita: el Museo de Arte Mayor. Estaba cruzando la entrada a las 11: 55, y al comprobar la hora, empezó a recorrer con la mirada el pasillo de entrada, pero no vio a la Señora (que así había empezado a llamarla desde la misma tarde del encuentro. En el reloj de un templo vecino, empezaron a sonar las campanillas del reloj de la torre, que anunciaban el medio día… ¡Y entonces la vio!
Justo en el sitio de honor de la sala principal de exhibiciones, estaba un enorme cuadro al Óleo con ese rostro inconfundible incluso el vestido, aunque el tono distaba un poquito, era el mismo de aquel día. Llamaba la atención del espectador el detalle con que había sido pintado un lujoso juego de oro con una efigie en algo que, se adivinaba, era marfil. Un par de pendientes, un camafeo, y completaba el juego el anillo que Fernando traía en el bolsillo.
La placa con la información del cuadro decía:
“Dama de Sociedad”
“Óleo sobre tela”
Obra de: Anónimo, 1984.
De pronto se escucharon voces apuradas que se acercaban por la entrada de la sala. Al trasponer la puerta, Fernando vio a un angustiado encargado del Museo, un señor de cierta edad, que señalando específicamente al cuadro de la dama, decía al director del Museo:
–¡No estoy soñando, señor! ¡Hasta ayer no lo tenía! ¡Y no es pintura fresca!
Fernando siguió con los ojos el punto exacto al que señalaba el anciano, que no era otro que el anillo en la mano sobre el regazo, en la pintura.
Con un presentimiento metió la mano en el bolsillo, pero, como ya adivinaba, estaba vacío.
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