La paradoja de nuestra historia
Hace ya algunos años Edmundo O’Gorman, uno de los historiadores mexicanos que supo combinar la reflexión con los estudios concretos, publicó en 1977 una breve pero sustantiva reflexión histórica que tituló México: el trauma de su historia. Era el fin del echeverrismo y O’Gorman, polémico como era, nos propuso una visión de largo plazo sobre uno de los problemas centrales en nuestra historia, culpar a otros de nuestros fracasos. En el caso de Echeverría y sus pretensiones de ser el líder del tercermundismo, lo habían llevado a sostener lo que en las aulas se inculcaba como “dependentismo”, una perspectiva que permeó durante muchos años incluso en los análisis históricos y que uno de sus representantes resumió en una frase; “el desarrollo del subdesarrollo”, y que a final de cuentas planteaba que no había alternativa a nuestra condición salvo el unir las fuerzas tercermundistas.
Pero el texto de O’Gorman ofrecía una propuesta alternativa, los orígenes de nuestra nacionalidad se forjaron trágicamente con las invasiones europeas y estadounidenses, de tal manera que nuestro nacionalismo se expresa como antimperialismo. Sin embargo, este trauma se expresa cotidianamente al no asumir nuestra responsabilidad y echarle la culpa a los demás, al vecino o a quien se ponga enfrente, de nuestra incapacidad para enfrentar los problemas y resolverlos de manera satisfactoria. Ciertamente existe en la cultura popular e incluso en algunas visiones históricas hoy recicladas, la idea de que nuestra condición es de colonizados por lo que la alternativa es mantener una cultura de la queja que sirve para todo pero menos para enfrentar nuestros problemas.
Junto a esta significativa propuesta de O’Gorman, habría que sumar lo que podemos llamar “la paradoja de nuestra historia”, que no es otra cosa que analizar porqué no hemos sabido encontrar los equilibrios que nos permitan transitar adecuadamente a etapas de desarrollo más igualitarias. Hay varias interpretaciones que se han señalado, como el imperialismo, la pugna entre liberales y conservadores, etc. La propuesta que me parece más de fondo, más estructural digamos, es que no hemos sabido conformar un adecuado federalismo, es decir la unión entre las diferentes regiones de manera virtuosa, por lo que termina por centralizarse todo sin respeto a las diferencias. Así pues, la paradoja de nuestra historia tiene que ver con una suerte de péndulo que va de la fragmentación propiciada por la fuerza de las regiones, a momentos en que se centraliza el poder al grado de someter a las diferentes fuerzas regionales.
En un rápido recorrido a nuestra historia nacional, habría que señalar por ejemplo que la independencia y el fracaso de los primeros gobiernos mexicanos se debió en buena medida al otorgamiento constitucional de una doble soberanía, la del poder central y la de los estados de la república, de tal manera que en los primeros cincuenta años de vida independiente los estados podían dejar de enviar las recaudaciones fiscales alegando razones de soberanía. De hecho en buena medida las cientos de rebeliones que se dieron en esos años, en lo que Justo Sierra y otros llamaron el periodo de la “anarquía”, fue el reclamo por el cobro de impuestos desde un debilitado poder central. Por ello Juárez en primer lugar y luego Porfirio Díaz intentaron centralizar el cobro de los impuestos y desde luego el poder de los militares, de tal manera que el régimen que resultó fue una dictadura.
Juan Linz, uno de los historiadores políticos más brillantes sobre la conformación de los Estados en Iberoamérica, ha señalado esta paradoja de nuestra historia ya que la fuerza de las regiones ha terminado por propiciar regímenes autoritarios o francamente dictatoriales. La dictadura en este sentido de Porfirio Díaz, un poder unipersonal que impuso todo un modelo de ejercicio del poder en México pero que no supo plantear su sucesión, es un excelente ejemplo de esa contradicción o paradoja de nuestra historia. Cuando al final de su dictadura comentó, ante las rebeliones populares, que “habían desatado al tigre” se refería precisamente a los poderes regionales que afloraron durante la revolución.
Si algo tuvo la revolución mexicana, como lo ha mostrado Alan Knigth, es que fue una revolución popular y con fuertes expresiones regionales. No fue sólo el cambio de la élite como lo han sugerido algunos historiadores, sino que implicó transformaciones profundas que modificaron el modelo de poder propuesto por Díaz. Quizá el logro de los gobiernos revolucionarios fue incorporar a los diferentes sectores para la creación de instituciones sociales, como la educación federal y las instituciones de salud, además de crear un mecanismo sexenal para la sucesión sin grandes conflictos; sin embargo en términos políticos forjaron nuevamente un gobierno centralista y autoritario que ciertamente le dio una paz relativa al país pero que no supo incorporar a nuevos sectores (como ferrocarrileros, médicos y estudiantes) que reclamaban gobiernos más sensibles a los cambios sociales.
La transición democrática hizo posible la incorporación de nuevos sectores medios en los gobiernos centrales y regionales, de tal manera que junto con los gobiernos de la alternancia se dio una de las mayores transferencias de recursos a los estados que jamás había ocurrido en la historia contemporánea. Recursos que desafortunadamente no todos se aplicaron con la debida vigilancia, impidiendo con ello que la democracia fuera acompañada de una mayor redistribución positiva de los recursos. En este sentido el actual gobierno representa otro proceso de centralización y con tintes cada vez más autoritarios, más próximos al echeverrismo que al cardenismo.
Es difícil predecir hacia donde nos encaminamos, pero una lectura a largo plazo de nuestra paradoja nos señala en todo caso que la lucha es por distribuir los recursos de manera positiva y en términos sociales, entre las regiones y el poder central, lo cual pasa primero por garantizar elecciones limpias y no repetir algunos errores del pasado. El riesgo está ciertamente en volver a “desatar el tigre” para terminar imponiendo un gobierno más autoritario, que puede ser de derecha también. Una forma de evitarlo ciertamente es garantizar una mayor participación ciudadana y respetar los resultados, gane quien gane. Esta es una de las grandes lecciones de nuestra historia.