CONTRA LA CONFUSIÓN IDEOLÓGICA ¿QUÉ SON REALMENTE LOS DERECHOS HUMANOS?
Los derechos humanos se mencionan tanto que su verdadero significado parece haberse diluido entre consignasideológicas, discursos oficiales y manuales escolares. Muchos los imaginan como un catálogo de promesas, otros como privilegios que otorga el Estado, y no faltan quienes los tratan como un producto político sujeto a las modas ideológicas de cada época. Nada de eso tiene realmente que ver con su esencia. Los derechos humanos no nacen de un decreto, ni se derivan de una mayoría parlamentaria, ni dependen de tratados internacionales. Son, en realidad, límites éticos que protegen aquello que hace a la persona verdaderamente humana: su capacidad de pensar con libertad, de elegir su propio camino y de actuar responsablemente dentro de una comunidad.
Si se entiende esto, se comprende también por qué los derechos humanos preceden a la política. No son regalos del poder, sino condiciones previas sin las cuales ninguna convivencia digna sería posible. Y por eso mismo, aunque las leyes, constituciones y tratados internacionales los recojan, describan o regulen, esas normas positivas no son su origen ni su fundamento último. En el mejor de los casos, los textos legales funcionan como depositarios de una tradición reflexiva; en el peor, pueden desviarse, distorsionar o incluso contradecir aquello que deberían proteger. La fuente real de los derechos humanos es la naturaleza humana misma, no la pluma de un legislador. Cuando la ley se olvida de esta distinción, el positivismo termina por eclipsar lo esencial, reduciendo la dignidad a un juego de “consensos” y “definiciones” que cambian según el clima político o ideologico de la época.
En una democracia, esta distinción es decisiva. La democracia, por sí sola, no garantiza libertad. Las mayorías pueden ser impulsivas, o ignorantes, o incluso crueles. Si su voluntad no tiene límites, puede terminar por devorar la dimensión individual en nombre de un supuesto bien colectivo. Los derechos humanos cumplen aquí su papel más noble: son el componente liberal del régimen democrático, la frontera que impide que la acción política se vuelva tiránica y totalitaria. No se oponen a la democracia, pero la contienen; no niegan la voluntad popular, pero la ordenan; no combaten la acción colectiva, pero la obligan a respetar lo que no puede ser votado, es decir son contramayoritarios.
Por eso su catálogo es reducido y estable. Está compuesto solo por aquellas condiciones mínimas sin las cuales el ser humano no podría conservar su dignidad. La libertad de conciencia y de religión es esencial porque protege el núcleo básico de la conciencia humana, ese espacio inviolable donde cada uno decide qué es verdadero, qué es bueno y qué merece ser servido. Sin esa libertad interior, ninguna otra sería posible. A partir de ella, la libertad de expresión permite traer al espacio público lo que se piensa en la intimidad; impide que la palabra sea monopolio de los poderosos y evita que la vida pública se convierta en una simulación obediente a los relatos ideológicos dominantes.
Las libertades de asociación y de participación política sostienen la vida democrática desde su base. Permiten que los ciudadanos se organicen sin pedir permiso y que puedan corregir o resistir al poder cuando este se extravía. Allí donde estas libertades fallan, el régimen puede seguir llamándose democrático, pero deja de ser liberal permitiendo que se desborde la demagogia.
La justicia también requiere límites. El debido proceso, la presunción de inocencia y la igualdad ante la ley son defensas racionales ancestrales contra la arbitrariedad. No son tecnicismos procesales: son recordatorios de que incluso el Estado, cuando acusa o castiga, debe hacerlo sin degradar la dignidad del acusado. La historia demuestra que cuando estas garantías se debilitan, los gobiernos suelen convertir la ley en un arma para implementar su voluntad con base en elterrorismo judicial y político.
Otros derechos protegen espacios de continuidad moral. El derecho de los padres a educar a sus hijos evita que el Estado capture la conciencia de las nuevas generaciones. Una sociedad que no puede transmitir libremente sus valores a sus propios hijos ha perdido ya su autonomía espiritual a manos del adoctrinamiento. La educación familiar es laescuela donde se aprender verdaderamente lo que es la libertad.
El derecho a la vida desde la concepción es la base de todos los demás. Esto no exige argumentos religiosos: basta la evidencia de que la dignidad humana se funda en la existencia del ser humano como tal, no en su grado de desarrollo ni en su utilidad para otros. Si la vida se relativiza, los derechos se vuelven intercambiables y dependientes de criterios cambiantes. Lo mismo ocurre con la propiedad privada. Lejos de ser un capricho económico, es la condición material de la autonomía: quien puede ser despojado de lo suyo sin límites, puede ser reducido a obediencia.
Conviene advertir que muchos de los “derechos” que hoy se proclaman no son derechos humanos. No lo es el derecho a no sentirse ofendido, ni el derecho a que otros validen identidades subjetivas, ni los derechos que exigen reordenar la sociedad para satisfacer emociones individuales. Estos constructos positivistas surgen de proyectos ideológicos que buscan utilizar el lenguaje de los derechos para imponer visiones particulares del mundo. Pero un derecho que obliga a otros a actuar como instrumentos del deseo ajeno deja de ser un límite al poder para convertirse en una forma de poder.
Todo esto nos lleva a una conclusión clara: los derechos humanos son tan estables como la naturaleza humana. No crecen por acuerdos, no se multiplican por moda, no desaparecen cuando los ignoran. Si algún día cambiaran, sería únicamente porque habría cambiado también el ser humano. Hasta entonces, siguen siendo lo que siempre han sido: murallas éticas que resguardan la dignidad frente al Estado, frenos que contienen a las mayorías y un recordatorio permanente de que ninguna causa -o ideología-, por justa que se proclame, tiene permiso para convertir a las personas en material de construcción de ninguna utopía.

