Cuando la mente y el firmamento coinciden

Hay noches que no llegan, sino que despiertan. Noches en las que el firmamento no es solo un techo estrellado, sino un espejo estático que responde sin hablar, con una mirada que se alza y algo dentro también se eleva al infinito. El pensamiento, que a veces pesa tanto, se vuelve ligero, casi etéreo.
Una noche así no se contempla, se habita. El silencio es denso, pero no oprime; al contrario, envuelve con una calma que no se consigue a la luz del Sol. Es en ese instante cuando la mente deja de girar y el firmamento se deja mirar, para ambos coincidir: uno se alimenta del otro.
Las estrellas —eternas, lejanas, inalcanzables— parecen saber más de nosotros que nosotros mismos. Su luz viaja siglos para tocarnos apenas unos segundos. Y en ese roce se despierta la memoria, el anhelo, la nostalgia de lo que nunca hemos tenido, pero extrañamos.
La noche estrellada no pide nada. No exige conclusiones. Solo ofrece presencia y un cielo abierto para quien se atreva a quedarse inmóvil. Es un puente suspendido entre lo que somos y lo que ya no recordamos de lo que fuimos.
Allí, entre constelaciones y pensamientos, entre respiraciones profundas y luces que titilan, se revela una verdad sencilla: no estamos solos. No porque haya otros, sino porque somos parte del cielo, del tiempo, del temblor leve de lo infinito.
Cuando la mente y el firmamento coinciden, no se trata de entender. Se trata de sentir que hay momentos —pocos, intensos, verdaderos— en los que basta mirar para regresar. La fotografía la tomé el 13 de octubre de 2023.

Más allá de la mirada: Una noche despejada en el campo permite ver, a simple vista, entre dos mil y tres mil estrellas; en zonas urbanas apenas alcanzamos a distinguir unas cien. La contaminación lumínica no solo borra estrellas: también nos aleja del asombro.
mariogranadosgutierrez@outlook.com