Dignidad animal
Los cazadores llevaban ya seis días tras las huellas de aquel animal pues les quitaba el sueño desde meses antes, cuando lo habían divisado por entre la maleza de aquella selva tan tupida. Era sin duda el tigre más grande y hermoso que hubieran visto jamás, y desde luego representaba un riesgo enorme para la aldea y los animales que le daban sustento.
No había atacado hasta ahora, pero no había duda ninguna de que lo haría tarde o temprano.
Aquellos cazadores pertenecían a la tribu que habitaba la única aldea en aquella selva, que distaba algunas leguas de la civilización y si bien no eran tan salvajes como su aislamiento lo suponía, si procuraban estar así, lejos de toda la modernidad que en ese año de 1845 había avanzado con grandes logros y promesas de una vida más tranquila, amable y placentera. Ni siquiera habían aceptado los aparatos aquellos ofrecidos por los visitantes más recientes; unos mosquetes a los que había que llenar de un polvo gris maloliente y unas bolitas de hierro, que si bien eran más certeros y mortíferos, eran muy ruidosos y se tardaban en cargar, mientras con sus lanzas eran más rápidos y a diferencia de los mosquetes, podían regular la fuerza del golpe para no destripar a la caza menor.
En repetidas ocasiones diversos animales de su ganado habían sucumbido ante los ataques de los otros animales, los salvajes de los que había miles en la selva, pero aquellos hombres se limitaban a rastrear al atacante, y luego acabar con él. Su carne y su piel eran tomadas a cambio del ganado perdido. Era un simple intercambio. En aquellos hombres no había rencor ni el malsano deseo de venganza. Sabían que era sólo una Ley de Vida, y aunque no lo sabían a ciencia cierta, intuían que era un equilibrio natural.
Algunos cazadores se sentían ya cansados y sugirieron al líder regresar mejor a la aldea, al cabo ese animal al que tanto habían buscado no había hecho nada. Le sugirieron que lo mejor era esperar a que se presentara en la aldea, y si tomaba alguno de los ejemplares de su ganado, entonces sí buscarle y matarle.
Pero en la cabeza del líder bullía otra idea. ¿Por qué siempre esperar a ser las víctimas? ¿Por qué no adelantarse esta vez? Por primera vez sintió en su corazón un vivo deseo de mostrar fuerza, de ser superior a un animal por fiero que este fuera… por primera vez se sintió el rey del universo.
Siguieron en su empeñosa búsqueda una y otra vez engañados por falsas pistas.
Al caer la tarde del séptimo día, vieron por fin huellas frescas del felino que habían buscado por tanto tiempo, y sólo mover una ramas, pudieron ver por fin al enorme, fino e imponente tigre; un ejemplar de vivos colores que mostraba su sedoso pelaje recortado sobre el fondo amarillo de la seca vegetación, pero extrañamente sereno. Verse uno a los otros fue simultáneo. Lo hombres, grandemente impresionados ahogaron apenas una exclamación que combinaba un miedo genuino, pero también admiración.
El tigre, por instinto, sabía que debería huir del hombre, pero no se movió. De entre los varios cazadores que amenazaban su vida, identificó al líder y con respiración tranquila que se adivinaba en su costillar, fijó en él su mirada con ese amarillo brillante de sus ojos pero sin ápice de fiereza o amenaza.
El animal sabía que llevaba las de perder y sabía también que lo aconsejable era huir; tan sólo con dos zancadas estaría fuera del alcance de los cazadores, pero algo en su interior le decía que de todos modos irían tras de él y que tarde o temprano perdería la batalla. Pero no pensaba huir. Junto a su imponente figura y su fortaleza felina, anidaba la más férrea dignidad; por un momento pensó colocarse dando el costado a sus perseguidores para facilitarles la tarea, pero de nuevo ese digno espíritu de animal que se sabe hermoso e imponente, le indicó que para quedar en paz consigo mismo, había que dar la cara a la muerte. Con total serenidad se irguió y se plantó de frente a los cazadores.
El líder preparó su lanza, levantó el brazo con ella, afinó su puntería y cruzó su mirada con la del animal que se aprestaba a matar. Nunca supo explicar lo que le hizo detener sus impulsos. Había bajado su lanza y sus compañeros extrañados, hicieron lo mismo.
Jamás volvieron a encontrarse ni los cazadores con el tigre, ni el animal con ellos o con el ganado de la aldea.
La impasible serenidad del tigre le había salvado la vida, y supo agradecer también la nobleza de aquel hombre.