El tren de los recuerdos
Estos viajes se planeaban bien, primero el ahorro necesario, luego decidir quién iba y quién se quedaba a cuidar la casa. A mí me tocó varias veces, era la ventaja ser de las menores. Todo se preparaba un día antes pues había que salir temprano, a partir de ese momento la emoción se instalaba en mí y la noche me parecía interminable. Ya en la estación del tren los menores dábamos vuelta y vuelta, como si de ello dependiera que la locomotora se asomara más rápido.
Los asientos del tren no eran numerados, así que lo recorremos de punta a punta para ver cuál vagón y asiento nos gustaba más, lo cierto era que todos queríamos lugares de ventanilla, asomar la cabeza, esquivar las ramas de los árboles y el viento acariciar mi cara, es de las sensaciones que me siguen alimentando el alma. Dada mi desbordante imaginación el paisaje era el escenario perfecto para construir historias.
No todo el camino era quietud, nos turnábamos los asientos, y cuando ya no me tocaba ventanilla, recorrer el tren era lo que seguía, aun con los regaños del señor boletero que le estorbamos para hacer bien su trabajo, solo nos acusaba si identificaba a que familia pertenecemos, entre ¡boletos, boletos¡ preguntaba » ¿no son de ustedes los niños que andan corriendo?, y así todo el trayecto.
El silbido del tren junto con el rechinar de los rieles, nos anunciaba la cercanía del siguiente pueblo, corríamos a sentarnos pues de estar quietos dependía que nos compraran las golosinas locales, aunque algunas se producían en mi pueblo, estas tenían un sabor especial: guamuchiles, ciruelas, camote del cerro, tacos sudados o tortas. Queríamos de todo, pero no era posible, había que escoger cuidadosamente y dejar espacio para lo que vendían en el siguiente pueblo. Creo eran las únicas veces que nuestros padres no escatimaban en gastar un poco más, para que el paseo fuera de lo más placentero.
Lo que a la fecha recuerdo y me genera melancolía, es que gran parte de vendedores eran niños o niñas, con sus canastas que apenas podían cargarlas en la cabeza o agarradas con ambas manos, nos observaban cuidadosamente y casi en suplica pedían que les adquiri éramos sus productos ¡cómpreme, cómpreme por favor! y pedíamos a nuestros padres que les compraran a ellos, aunque no todo nos lo comíamos. Ahora sé que eso se llama solidaridad.
Y así, estación en estación hasta llegar al pueblo donde tomábamos un autobús que nos llevará al destino final, donde nos esperaban nuestros familiares con suma alegría, ya tenían preparado todo para nuestra llegada. Esta coincidía con la cosecha de pitayas o nueces de cáscara de papel, era a lo que se dedicaba la familia de origen de mis padres y nosotros íbamos a ayudar a la recolección.
Los campos de pitayos eran una belleza, había de varios colores: rojas, amarillas, moradas y blancas. Los adultos las cortaban y los chiquitines las sacudían con ramas en chiquihuites para que soltaran las espinas, otros más las acomodan en canastos donde se transportaban para su venta en los mercados o en puestos a orillas de la carretera. Solo nos permitían comer las que estaban magulladas y no aptas para su venta; nadie salía ileso de padecer sendas espinadas.
La cosecha de las nueces era más fácil, hombres habilidosos se subían a los nogales para sacudirlos, mujeres y menores recogemos el fruto para posteriormente separarlo realizando el obligado control de calidad. Lo más difícil era pelarlas, esta labor se hacía a mano solo ayudados con un instrumento de fierro tipo mortero que les tronaba la cáscara. Había que tener mucho cuidado en sacar la pepita completa o mínimo a la mitad. La nuez es de los frutos más delicados y también costosos.
Al caer la tarde/noche regresamos a casa, los adultos después de la cena se sentaban a descansar y hacían un recuento de lo sucedido durante la jornada, los hombres con su obligado “chango” (alcohol con Coca-Cola) y si el sueño no llegaba todavía, mi padre sacaba su armónica y en coro, entonaban algunas canciones. Mientras, los chiquitines continuamos los juegos dejados a medias durante el día, o iniciamos otros.
No tengo memoria de los días que pasábamos con nuestras familias de Amacueca, Jalisco, solo recuerdo lo feliz que me la pasaba aun con el arduo trabajo que hacíamos. El regreso era igual que la ida, en tren, pues era el transporte que aunque lento, era más económico.