La cabaña misteriosa

La cabaña misteriosa

[bctt tweet=»Y los temores de Pedro se hicieron realidad, hacia media tarde, el cielo se encrespó de repente, y dejó caer en la montaña la primera nevada de la estación» username=»crisolhoy»]

 

Cuento con ventisca

 

Los muchachos insistían, pero el viejo Pedro no accedía a permitirles subir solos a la cima, que si bien no era tan complicado en verano, tenía muchos peligros cuando empezaba el invierno, como era el caso. Pero la montaña se antojaba imponente, sobre todo aquella mañana que había despertado ceñida por un collar de nubes, y luego la niebla bajando por un costado, como si fuera el velo de una novia impaciente por besar a su prometido. Pedro, el anfitrión, esperaba un visitante importante que debía llegar al pueblo de un momento a otro, y no podía separarse del lugar. Había sugerido a los muchachos, 5 adolescentes que habían ganado el viaje a aquel rincón como premio escolar; aquel paraje poco mancillado por la modernidad, y por tanto, o quizá debido a los escasos visitantes, conservaba el sabor de antaño., y que el viejo Pedro, que se ganaba la vida como guía de excursionistas, los había hospedado en su pequeña casa.

Luego de mucho insistir, y no sin cierto temor, les permitió hacer la excursión, aunque sí les rogó que no pasaran de cierto límite, pues más allá, el riesgo de extravío era mayor, sobre todo en caso de tormenta. Los chamacos prometieron cumplir, y partieron.

Y los temores de Pedro se hicieron realidad, hacia media tarde, el cielo se encrespó de repente, y dejó caer en la montaña la primera nevada de la estación. Fue como si se corriera el telón al terminar la función. Entre los primeros indicios y el primer copo, había transcurrido no más de 25 minutos. Nada habría podido hacerse para traerlos de regreso a tiempo, sobre todo porque sería muy complicado seguirles el rastro, y el espacio donde buscarlos abarcaría varios kilómetros a la redonda; Pedro sabía que mientras durara la ventisca, era impensable salir en busca de los chicos, y muy dentro de sí, consciente de la enorme responsabilidad que tenía en sus hombros. No debió haberlos dejado ir, se recriminó, pero ya era tarde para eso, así que sólo quedaba esperar. Un recuerdo vago regresó a su mente y confió en… bueno, en que regresarían a salvo.

En efecto, hacia las 11:00 horas del día siguiente, bajaron los muchachos todavía tiritando y hambrientos, pero sanos y salvos. Luego de disculparse con el viejo Pedro, le contaron que nunca estuvieron en peligro. Apenas vieron las primeras nubes que rápidamente cubrieron el cielo, vieron una cabaña en la que pasaron toda la tormenta, y como había terminado ya entrada la noche, habían decidido esperar al día siguiente para regresar, como así lo habían hecho. En ella habían encontrado todo lo necesario para estar a buen resguardo: camas con mantas suficientes, agua potable y, sobre todo, una chimenea con buen fuego. Pero, sospechaban, el o los dueños de la cabaña seguramente habían sido sorprendidos por el meteoro, y nunca les vieron para agradecerles el refugio. Pero habían dejado una nota con su agradecimiento. En cuanto pudieron y se desperezaron, tomaron valor para regresar. No llevaban ropa abrigadora, y afuera, si bien la nieve ya se había derretido, el frío calaba muy hondo, por eso habían regresado hasta entonces; habían preferido esperar a que el sol estuviera alto, aunque no lo recibieron franco porque seguían unas manchas de nubes, tercas en estorbar sus rayos.

Le preguntaron a Pedro cómo no habían visto nunca esa cabaña, y eso que 3 de la quinteta de visitantes ya habían estado en otras ocasiones en el pueblo, y eran no pocas las ocasiones en que habían subido a la montaña.

Pedro prometió contarles, pero evadió el tema.

Los días siguientes tuvieron más de una oportunidad para regresar, ya con mejores condiciones climáticas a la montaña, y en más de una ocasión estuvieron seguros de que habían seguido la misma ruta tanto de ascenso como en el descenso, pero no se volvieron a topar con la misteriosa cabaña.

La noche anterior al día de su partida, acorralaron a Pedro a preguntas, y a éste no le quedó más remedio que contarles.

Pedro, como todos los grandes del pueblo, sabía de la cabaña que asiló a los muchachos, pero ni él ni nadie del pueblo la habían visto jamás. El padre de Pedro sí que la vio cuando muchacho, pero entonces la cabaña estaba viva, recién construida, pero ya no existía.

–¡Pero nosotros estuvimos en ella!

–No, lo dudo– Respondió Pedro.

–No irá a decirnos que es una cabaña fantasma que aparece y desaparece, ¿verdad?

–Pues así es. Exactamente así.

–¿Se burla de nosotros, don Pedro?

–¡No! No me burlo de nadie. Sabía que no me creerían… pero no digo más que la verdad.

La cara de incredulidad y asombro de los muchachos iba creciendo a cada momento. No podían procesar una idea que, a todas luces, en pleno siglo XXI, era totalmente absurda.

Pedro, dándose cuenta de que había echado a andar una maquinaria que ya no iba a poder detener, procedió a contar la historia.

Éste es su relato:

“Tendría mi padre unos 12 años, cuando llegaron al pueblo –si a 4 casitas aisladas se les podía llamar pueblo–, dos extranjeros que querían subir a la montaña. Por entonces había más vegetación y muchos árboles; pinos y cedros. Contaba mi padre que en ciertas tardes que la brisa bajaba de la montaña, traía un irresistible aroma a resina y a madera buena. No existían más que las veredas que los mismos pobladores iban haciendo al trasladar la leña que era su sustento, y que obtenían de las coníferas que proliferaban en la parte media de la montaña. No era raro que llegaran excursionistas a buscar la ayuda de algún guía, pues más de alguna vez se había perdido alguna persona, y una vez hasta un grupo entero de excursionistas, aunque siempre se tuvo la fortuna de rescatarlos a todos; hasta ese momento no tenía la montaña ninguna culpa por expiar.

“Una vez que regresaron,  expresaron su deseo de vivir en la región, pero no en donde vivían mis padres: ellos querían construir su vivienda en la montaña. Tiempo hubo en que la tierra estaba a disposición de quien quisiera trabajarla o habitarla, y con más razón las montañas que lo único que daban, y de sobra, era madera y cacería. Nadie encontró razón para no permitir el deseo de los visitantes.

“Ellos mismos cortaron los árboles adecuados, tallaron sus ramas hasta reducirlas al tamaño necesario, y así, poco a poco fueron dándole forma a su cabaña. Eligieron para levantar su idea un sitio inmejorable: en la época del deshielo serpenteaba juguetón un arroyo de agua purísima, fresca y transparente; cuando no había deshielo el agua se escondía, como avergonzada, pero se le encontraba para saciar la sed de los habitantes de la cabaña en dos ojos de agua que manaban justo detrás de la construcción. Era  claro que conocían el oficio, pues con pocas herramientas consiguieron por sí solo, una estupenda y preciosa cabaña. La gente del lugar sólo contribuyó alojando y alimentando a los ya vecinos, mientras terminaban su labor, que les llevó, contaba mi padre, unos dos meses. Nunca mencionó mi padre que se hubiera intercambiado dinero ninguno, de ellos por el pedazo de tierra, ni de éstos por la hospitalidad.

“Una vez concluida la cabaña, hicieron una fiesta invitando a los pocos habitantes del lugar. La cabaña había quedado hermosamente armónica; rústica pero muy funcional y con todas las comodidades que cabría esperar.

“Poco bajaban al pueblo los “montañeses” (así les llamaban los que habitaban la región baja), pero eran estupendos anfitriones cuando alguno de los vecinos de abajo, subía de visita, o cuando tenía que pasar por ahí, o cuando algún excursionista pasaba por el sitio. Con bastante frecuencia la cabaña sirvió de refugio ante alguna tempestad”

–¡Como nos pasó a nosotros!

“Sí; exactamente igual.

“Pero en una ocasión, llegaron unos hombres que, dijeron, iban a subir a la montaña, porque iban a buscar a ‘unos amigos’. Como la descripción coincidía con la de los montañeses, no faltó quién les indicara el camino más adecuado para llegar a ellos”

Pedro hizo una pausa. Evidentemente le costaba continuar con la historia, y tenía ya la garganta seca. Tomó unos tragos de café, y seguro de que los chamacos no le perdonarían el resto de la historia, continuó.

“Un tío de mi papá, que tenía una cierta facilidad para ‘sentir y ver cosas’ a pesar de su ceguera, urgió a los hombres del lugar a que subieran a la cabaña. Llegaron tarde. Lo que encontraron fue una carnicería cometida contra los montañeses. Nadie tenía ni la menor idea de las razones que habían llevado a aquellos hombres a hacer lo que hicieron.

“Luego de dar sepultura a lo que había quedado de los montañeses, por superstición o por miedo, o no sé por qué, se les ocurrió derribar la cabaña.

“Al día siguiente provistos de hachas, machetes y toda la herramienta disponible, subieron a la montaña dispuestos  a realizar la demolición, pero… ¡No encontraron la cabaña! Ni aún un rastro de ella. Fueron muchas las veces que se visitó la construcción, no había manera de equivocarse, pero no había cabaña. Cuenta mi padre que ni siquiera el claro donde estuvo, estaba ya tan claro: había yerba y matas como si nunca hubiera existido nada. De los dos ojos de agua, ni rastro tampoco.

“Se dieron por vencidos y bajaron con más temor y curiosidad que nunca, pero a la vez satisfechos de que no sabrían más de la ‘dichosa’ cabaña. Por supuesto, estaban equivocados.

“La primera vez que ocurrió, mi padre ya estaba cansado; iba a cumplir sus 65 años, cuando llegaron unos excursionistas a solicitarle les acompañase a subir la montaña. Mi padre accedió, pero en el trayecto, la juventud de los excursionistas se hizo valer sobre la edad de mi padre, y poco a poco lo fueron dejando atrás. Mi padre les pidió unos momentos para descansar, y los excursionistas le dijeron que se tomara el tiempo que necesitase, que subirían un poco más, y que regresaban por él.

“Tal como ocurrió con ustedes, en minutos se vino la tormenta y mi padre no tuvo más remedio que retroceder un tramo importante. Fue al día siguiente que aparecieron los visitantes contando…, pues, lo mismo que ustedes: vieron la cabaña, se resguardaron y eso… Pero fue en un lugar de la montaña muy distinto de donde se levantó la cabaña original.

Adivinando la pregunta que estaban a punto de hacerle, se apresuró a responder:

“Sí, tampoco fue cerca de donde la vieron ustedes.

“En estos años, y miren que pronto cumpliré 78 años, el fenómeno se ha repetido, con ustedes, 12 veces exactas, pero nunca a nosotros. Únicamente a visitantes.

“Fue la intención de sus constructores: ayudar a quien se viera en problemas y así ha sido por los últimos 100 años. Cuando yo nací, ya era leyenda la cabaña misteriosa”

La historia había pesado hondo en el espíritu de los muchachos. Su primera intención fue la de no creer. Pero no habían soñado. ¡Ellos estuvieron en la cabaña! Y no cabía duda que habían vuelto a pasar por el mismo sitio, y ya no estaba. Tuvieron que acabar convencidos de que era verdad cuanto les había contado el viejo Pedro. Y doblemente agradecidos con la experiencia vivida. Agradecidos por haber salvado la vida, y agradecidos por haber tenido la oportunidad de vivir algo tan misterioso e increíble. Sin duda debían agradecer a alguien.

Pedro aconsejó a los muchachos no contaran su aventura ni la historia que les había confiado.

–Los tomarían por locos.

Y los muchachos estuvieron de acuerdo.

Cuando los 5 chamacos regresaron a casa, el lugar donde yacen los restos de “los montañeses”, lucía un gran ramo de flores que los muchachos habían confeccionado y puesto ahí con mucho respeto.

Jesús Consuelo Tamayo

Estudió la carrera de música en el Conservatorio Las Rosas, en Morelia. Ejerce la docencia desde 1980 Dirigió el Coro de Cámara Aguascalientes desde 1982, hasta su disolución, el año 2003. Fue Coordinador de la Escuela Profesional Vespertina, del Centro de Estudios musicales Manuel M. Ponce de 1988 a 1990. Ha compuesto piezas musicales, y realizado innumerables arreglos corales e instrumentales. Ha escrito los siguientes libros: Reflejos, poesía (2000); Poesía Concertante, (2001); Guillotinas, poesía (2002); A lápiz, poesía (2004); Renuevos de sombra, poesía (inédito); Detective por error y otro cuentos (2005); Más cuentos (inédito); Bernardo a través del espejo, teatro (2006); Tarde de toros, poesía (2013).

Jesús Consuelo Tamayo

Estudió la carrera de música en el Conservatorio Las Rosas, en Morelia. Ejerce la docencia desde 1980 Dirigió el Coro de Cámara Aguascalientes desde 1982, hasta su disolución, el año 2003. Fue Coordinador de la Escuela Profesional Vespertina, del Centro de Estudios musicales Manuel M. Ponce de 1988 a 1990. Ha compuesto piezas musicales, y realizado innumerables arreglos corales e instrumentales. Ha escrito los siguientes libros: Reflejos, poesía (2000); Poesía Concertante, (2001); Guillotinas, poesía (2002); A lápiz, poesía (2004); Renuevos de sombra, poesía (inédito); Detective por error y otro cuentos (2005); Más cuentos (inédito); Bernardo a través del espejo, teatro (2006); Tarde de toros, poesía (2013).

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