Lazarillo en las tineblas
La clientela gritaba por atención, mientras la encargada trataba de poner en orden su cabeza; pocas veces se congregaba tanta gente como esa tarde. En mala hora se le había ocurrido a su compañera enfermarse y faltar al trabajo, y encima la dueña había elegido esa tarde para recibir visitas en casa, y había prometido que sólo regresaría a la hora de cerrar el negocio. Sonia, la encargada, trataba de satisfacer las peticiones de todo el mundo que exigía atención porque todos “habían llegado primero”.
Nadie se fijó especialmente en la anciana que acababa de entrar; su pelo gris, casi blanco recogido hacia la parte posterior de su cabeza peinado muy prolijamente, le daba un aire de distinción y elegancia, aunado a su dulce rostro y ojos cansados pero limpios. Apenas uno de los parroquianos atinó a hacerse a un lado para permitir que la anciana llegase hasta el mostrador.
Sonia le sonrió y le dijo que en un momento le atendería. La anciana sonrió, pero no era la sonrisa que condesciende, no; era más bien una sonrisa como la de quien no ha entendido o no ha escuchado. Sonrió como quién sonríe sólo por no tener el gesto grave, pero vagamente… al vacío.
La anciana vestía una blusa de encaje de manga larga, muy propia de su edad, y una falda oscura hasta un poco por encima de los tobillos. Le cubría la espalda un mantón de elegante estampado, y calzaba unos zapatos de medio tacón. Saltaba a la vista que era una señora de clase, y la forma de entrelazar sus manos a la altura del pecho, denotaba a una persona que se siente desprotegida, o tal vez sólo era el asomo de un discreto recato. No llevaba ningún tipo de bolso o monedero, tan sólo un pañuelo que guardaba en la manga de su brazo izquierdo.
Diez minutos después cuando quedaban ya únicamente un par de clientes, Sonia preguntó a la anciana:
–¿Qué va a llevar?
Entonces la anciana empezó a balbucear y a mirar con cierta angustia a Sonia, y le dijo:
–Nnno… sé.
–¿Cómo? ¿No se acuerda?
–No. No sé qué hago aquí. No sé dónde estoy.
–¿Se ha perdido?
–No sé… Bueno, sí… Es decir…
–A ver señora –dijo Sonia tratando de ser empática con la anciana– ¿A dónde iba usted?
–Es que… no lo sé.
Una mujer de unos 30 años, que no había perdido detalle, se apresuró a decir que sí, que parecía perdida, pero que ella conocía a todos los del barrio, y definitivamente a esa señora nunca la había visto. Le sugirió a Sonia que llamase a la policía, que ellos sabrían a dónde llevarla o averiguar de dónde era esa persona.
Sonia se negó, porque, dijo, ella había tenido la experiencia de una tía que habiéndose perdido, mientras encontraron a sus familiares la habían tratado muy mal en la Estación de Policía. ¿Mal? Bueno, aclaró Sonia, no es que la maltrataran pero tampoco hicieron nada por darle trato amable.
Todas las preguntas de costumbre cayeron en nada. La anciana no recordaba nada; ni su domicilio, ni su nombre, ni podía aportar ningún dato de algún familiar.
Ni los clientes que quedaron luego de la aparición de la anciana, ni los que llegaron después pudieron ayudar en gran cosa: ninguno recordaba haberla visto por el rumbo jamás.
Sin presionar a la ya de por sí angustiada visitante, Sonia le había procurado una silla y una taza de café caliente, que la anciana apenas había probado. En sus ojos se podía leer la grave crisis emocional de quien de pronto, sin previo aviso, se ve rodeada de gente desconocida, en un lugar desconocido, y peor aún, dentro de una mente desconocida.
En un momento dado, ya no respondía a ninguna de las preguntas que le hacían en cascada Sonia y las personas que tratando de ayudar, sólo conseguían agravar el extravío de la anciana.
Cuando se llegó la hora cerrar, hizo su aparición la dueña quien de inmediato fue puesta al tanto de la situación. Estalló contra Sonia, preguntando la razón de no haber llamado de inmediato a la policía. Algo le dijo de la responsabilidad de una persona perdida, y hasta la posibilidad de meterse en problemas muy serios si llegara a pasar alguna desgracia.
Sonia se defendió explicando lo mismo que ya le había comentado al cliente; no le gustaba el trato policial para estas personas, además, le confió, algo me dijo que debía cuidarla aquí. Cuando la dueña se acercó a la anciana, la vio unos instantes y enseguida ahogó un grito llevando su mano a la boca. –¡No puede ser!
–¿La conoce– Preguntó Sonia.
–No, pero… creo que…
La dueña sacó su teléfono celular, marcó un número que parecía que nadie iba a contestar, y cuando se disponía a desistir, alguien por fin respondió. Y parece que quien respondió no tenía mucha disposición para hablar, puesto que la dueña se apresuró a decir:
–Sí, lo sé. ¡Aquí está en la tienda!… No tengo idea, yo no estaba…¡Claro! Te espero.
Y colgó.
Ante la mirada inquisitoria de Sonia y las pocas personas que quedaban aún, la dueña les contó:
–La semana pasada llegó a tocar a mi puerta una persona que dijo ser mi media hermana. Yo quedé impresionada y confundida, pero todo coincidía. Mi padre había cruzado la frontera hacía más de 32 años, y al principio mandaba cartas con regularidad; luego se fueron espaciando hasta convertirse en una rareza los últimos años, hasta que llegó una carta diferente: el aviso de que mi padre había muerto, y había sido sepultado en aquel país. No lo decía expresamente la carta, pero por algunos comentarios largados en sus cartas, como sin querer, dio a entender que había formado una nueva familia. Nunca dio nombres ni nada por el estilo, así que llegué a pensar que eran sólo figuraciones mías. Hace 9 años, cuando llegó la notificación de su muerte, olvidé todas esas elucubraciones mías, hasta la semana pasada que se presentó “mi hermana”.
Intercambiamos números telefónicos y prometimos frecuentarnos ya que, me hizo saber que radicarían en esta ciudad. Cuando vio un retrato de la familia, le mostré a mis hijos y a mi marido, ella, claro, manifestó su deseo de conocerlos en persona, y entonces sacó de su bolso una pequeña foto donde están su madre, ella y nuestro padre, que aunque se veía con bastantes más años, reconocía de inmediato. Y ella… –dijo poniendo sus manos en los hombros de la anciana– es la madre de mi media hermana. –¿Y cómo llegó aquí– Preguntó Sonia.
–Me gustaría saberlo. No conoce la ciudad y no me conoce. Hasta hoy nunca me había visto. A decir de mi hermana, tiene Alzheimer y en ocasiones ya no la reconoce ni a ella. Esta mañana por un descuido, la señora salió de su casa, y miren dónde vivo a parar.
–¡Qué coincidencia que llegara precisamente aquí! ¿No?
–¿Coincidencia? No creo. Creo que mi padre la trajo hasta a mí… después de todo, es mi madre… mi madrastra por lo menos.