Muerte en Brailler
A Javier García Zapata, por todo.
Aún no acababa de convencerme de que iba a gustarme mi nuevo puesto; mi jefe había decidido ascenderme a detective, nada más y nada menos que como jefe del Departamento de Homicidios. Todavía pensando en ello, acudí al llamado de mis compañeros y me presenté en aquel domicilio.
Tan pronto entré, me recibió Ramón, con el que había trabajado los últimos 12 años, desde que juntos entramos al Departamento de Policía.
–¿De qué se trata?– Pregunté.
–Todo indica que es un suicidio.
–Perfecto. Entonces yo no tengo nada qué hacer aquí. Yo soy de homicidios.
–Lo sé –se apresuró a responder Ramón– Pero es que…
–¿Qué?
–La víctima es Federico, el ciego.
–¿Federico…? ¿El ciego?
Federico era un tipo de lo más interesante. Había quedado ciego a los pocos años de edad debido a una infección mal cuidada. Su nervio óptico se había dañado irremediablemente, y aunque no estaba ciego del todo, las pocas manchas que percibía le hacían más penosa la vida, así que se había acostumbrado a ir por la vida con los ojos cerrados, o provisto de unas gafas tan oscuras que apenas le servirían un hombre de vista normal, para ver un eclipse con total seguridad. Había desempeñado diversos trabajos, todos con notable esmero, pero era un ser inquieto. Siempre en busca de nuevos horizontes, porque, decía él: “no veo claro en este trabajo”. Él mismo tomaba con mucho humor su invidencia. Los últimos años había trabajado en un escritorio público, traduciendo a lenguaje braille algunos textos. Esto lo hacía con ayuda de una máquina especial, y un compañero que leía en voz alta lo que Federico iba imprimiendo en su máquina, en el sistema de relieve que posibilita la lectura a personas invidentes como él.
Algo que tengo que decir de Federico, si me preguntan, es que era una persona sumamente positiva y feliz.
–¿Suicidio? ¡No! No puede ser. Federico no haría eso jamás…
–Aquí está la nota, David– Y Ramón me extendió un papel escrito a máquina:
A quien corresponda:
No se culpe a nadie de mi muerte.
Zo, Federico Rezna, he decidido poner fin a mi vida.
La tristeya me invade y no soporto más esta vida.
Que mi cuerpo sea incinerado y mis ceniyas
Echadas al mar.
Federico Rezna.
Con mal disimulado asombro, David leyó y releyó el mensaje; se quedó pensativo unos segundos que parecieron minutos, y después dijo enfático:
–Sí. Sí es un trabajo para mí. Federico fue asesinado.
–Pero… –espetó Ramón– No has visto el cuerpo.
–No hace falta. Federico fue asesinado.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque este mensaje no lo escribió él.
–Entiendo que te duela. Sé la amistad que les unía, pero no hay duda. El mensaje lo escribió la víctima. Ya comprobamos y el tipo de letra coincide perfectamente con la única máquina que hay en el departamento. No hay ninguna duda que se escribió en esa máquina… por la víctima.
–No, Ramón. ¿Es que no viste los errores?
–Sí, ciertamente los vi, pero entiendo que alguien tan desesperado como para quitarse la vida, no se fija en esos detalles.
–No entiendes. Federico no podría “fijarse” ni en esos detalles ni en ninguno. No olvides que era ciego, pero jamás conocí a nadie que escribiera con tanta rapidez y seguridad como Federico. Él no podría cometer esos errores de ninguna manera.
–¿Entonces quién lo mató y por qué habría de hacerlo? Según parece aquí no falta nada, ni hay rastro de lucha o de que hayan buscado nada.
–No lo sé. Pero lo averiguaré.
Han pasado 15 días desde que fue encontrado el cuerpo sin vida de Federico, y David había recibido un ultimátum de su jefe. Tenía sólo 24 horas para descubrir al “asesino”; la intención con que su jefe había pronunciado la palabra asesino daba a entender que no creía que hubiera uno, y estaba decidido a darle carpetazo al asunto clasificándolo como “suicidio”.
David estaba desesperado. No sabía dónde más buscar, y hasta ahora lo único que había averiguado es que durante tres noches seguidas, previas a su muerte, Federico se “perdía” por horas y alguien lo volvía a casa en un auto negro.
Luego de regresar de aquella reunión con su jefe donde le habían dado ese plazo perentorio para entregar a un culpable, David tomó un baño que le volvió a la vida y se puso a hojear el periódico. Algo llamó de inmediato su atención.
Siete horas antes de concluir el plazo, David entregó a su jefe unos papeles en los que señalaba el nombre del asesino, el móvil del crimen, y la dirección donde podrían ser capturados el asesino y sus cómplices.
El jefe asombrado quería, por supuesto, saber dónde había encontrado el hilo de la madeja que le había llevado a la solución del caso, en que nadie daba un peso por la teoría del asesinato.
David explicó cómo en la sección de clasificados de aquel periódico la novedad era que casi todos los artículos que se ofertaban iban acompañados por una fotografía. Entre lo que se publicaba en aquella edición, se anunciaba la venta de una máquina de escribir “de colección”. En este tiempo de computadoras e internet, ¿quién se interesaría en comprar una máquina de escribir? Sólo algunos “coleccionistas”, pero aquí lo importante era el “quién” querría vender un producto así, y sobre todo, una máquina con la curiosa particularidad de tener intercambiadas las teclas de la Y y la Z. David no había olvidado la carta “suicida” y recordó “Zo”, “ceniyas”, “Rezna” y “tristeya”. Ahora todo tenía sentido.
Pronto descubrió que habían convencido a Federico para traducir a braille ciertos documentos que querían, así, ocultar de bandas rivales, y luego decidieron que si bien no veía, Federico había oído muy bien cuanto ellos dijeron. Escribieron la nota en una máquina de ellos, y habían pretendido cambiarla por la de Federico, pero cuando vieron que eran del mismo tipo, omitieron el cambio. Quien escribió el mensaje no tuvo la curiosidad de leer lo que había escrito, y confiado en que al pulsar la tecla que vio como “Y”, empezó el mensaje creyendo escribir: “Yo”, y errores sucesivos.
Si hubieran simplemente tirado o conservado la dichosa máquina, hubieran cometido el crimen perfecto, pero quisieron sacar unos pesos más, y…
Hoy David es el héroe del Departamento, pero no le subieron el sueldo.
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