La maldición de la vida
[bctt tweet=»Sus ojos vidriados fijos en un punto inexistente en el techo, mostraban cuánto extrañaba a aquel pequeño ser que describía con tanta ternura.» username=»crisolhoy»]
Truco o caramelo
Vicente se acercó a Melquiades que estaba sentado al sol en su silla de ruedas, solo, como siempre. Su mirada fija en los patos que nadaban juguetones en el estanque. Hacía ya algunos años que había sido recibido en aquel asilo, y hasta ese día era el residente más antiguo; quienes ingresaron antes y no pocos de los que habían llegado después que él, ya habían rendido tributo a la tierra, si bien en estado de ceniza, dado que era política del asilo la cremación inexcusable de los internos que fallecían.
Al pretender abordar al circunspecto compañero, Vicente sabía que se arriesgaba a ser despedido de forma poco cortés; si hubo alguien voluble en exceso en los anales del asilo, ese era Melquíades. Pero Vicente corrió con suerte; ese día fue recibido fríamente, pero recibido… al menos en principio no fue rechazado.
–Hola, Melquiades, ¿es verdad lo que dijo Carmelita?
–¿Qué dijo?
–Pues eso, que hoy es tu cumpleaños.
–Ah, sí, supongo que sí.
Esa mañana les habían servido un pedazo de pastel con la explicación de que era así por el onomástico de Melquiades. Todos estallaron en un aplauso que Melquiades, con forzada sonrisa, se limitó a agradecer con un ligero movimiento de cabeza. Fue después del almuerzo que Vicente había decidido tentar a la suerte al intentar conversar con el más asceta del lugar.
–¿Y cuántos años cumples?
Luego de un incómodo silencio en que parecía que Melquiades buscaba palabras olvidadas, por fin respondió; más que hablar pareció que sus palabras resbalaron de sus labios con profunda nostalgia. Sus ojos clavados en la nada:
–Creo que 100 años… apenas.
Ese “apenas” se deslizó con un dejo de dolor que no fue ajeno a Vicente, quien intuyó que no había broma en ello, y dando cátedra de tacto, evitó el comentario lógico; él, con 81 años, hacía tiempo que se daba por satisfecho. A cambio, quiso sonar trivial y casual:
–¡100 años! Felicidades. No cualquiera…
–No. No cualquiera… sólo unos cuantos idiotas como yo.
–No entiendo.
–No es fácil de entender y menos aún lo es tratar de explicar… ¿Me harías el favor de escuchar mi historia?
–Sí, cómo no. Si quieres contármela…
–Sí, pero no aquí. ¿Puedes llevarme a mi dormitorio?
–Con gusto. Todo es empujar.
Y diciendo y haciendo, Vicente llevó a su amigo –al menos en ese momento lo era–, a través de los jardines ante la mirada incrédula de sus otros compañeros que conocían el ostracismo de Melquiades.
Llegados al pequeño cubículo que servía de dormitorio, el inquilino pidió a su visitante lo acomodarå junto a una especie de arcón o baúl antiguo y lo invitó a sentarse en la cama, pues salvo la de ruedas, no había silla ninguna en el habitáculo. A manera de excusa, Melquiades dijo: “Como nadie me visita”.
–Me gustaría decir que lo que voy a contarte no es una historia feliz, aunque tampoco es de suyo una historia terrible; es, supongo, una historia humana, que hasta por momentos tuvo pinceladas de felicidad. No sé si creas cuánto vas a escuchar, pero puedo asegurarte que a pesar de los años, las brumas no obnubilan mi mente. No obstante si piensas que no es verdad, no importa; no te culparía por ello. Para mí lo fue.
–Vine a escuchar, no a juzgar. Además ahora me doy cuenta que todo lo que me confiarás, será para ti libertador.
–Libertador… Ojalá lo sea.
Melquiades abrió el baúl y de su interior sacó una caja mediana que recordaba a una caja de zapatos, pero ésta era más cuadrada. Invitó a Vicente a abrirla y dentro había algunos papeles, sin duda antiguos, y unas cuantas fotografías también antiguas a juzgar por estar impresas en color sepia. La ropa que vestían quienes en ellas aparecían no dejaba duda. Como no había un orden determinado en el contenido de la caja, algunos de estos documentos y fotografías coincidían con el momento específico de la narración, otros no.
Conforme transcurría el relato, Vicente supo que nada debía preguntar.
Esta es la historia.
–Desde niño me tuve por un ser gris y desafortunado. Jamás pude sobresalir en nada. En juegos de barrio, siempre el último; en la escuela siempre pagando por las travesuras de los demás, y, desde luego, mis calificaciones nunca merecieron más que reprimendas y castigos. Como sea que haya sido terminé la instrucción elemental que ahora llaman primaria y sobra de decir que una instrucción académica más alta, no era para mí. En aquellos años era un lujo que pocos podían darse, yo, desde luego que no.
Apenas había pasado la edad de la pubertad y ya había experimentado diversos empleos; no me puedo quejar por ello; fui adquiriendo experiencia,conocimientos prácticos, y por primera vez, el respeto de mis patrones y aún de mis compañeros, aunque nada de esto iba acompañado de un buen sueldo.
Algún tiempo después conocí a la mujer más hermosa que jamás haya existido, y no era cosa de dejarla ir; nos casamos y pronto me dio un hijo… ¡Ah! Nunca creí merecer algo tan bello y tierno…
Sus ojos vidriados fijos en un punto inexistente en el techo, mostraban cuánto extrañaba a aquel pequeño ser que describía con tanta ternura.
–Y entonces, como nunca, sentí que mis manos estaban vacías… muy vacías. ¿Cómo iba a darles a mi mujer y al pequeño lo que ellos merecían? Y no pedía que me dieran nada, sólo tiempo para poder conseguir por mí mismo cuanto soñaba darles, y, sin pensar, ¡Ah, la letra pequeña! La maldita letra pequeña de los contratos… Lancé al cielo mi… no, no, no, aquello no fue una plegaria; mi reclamo; mi exigencia… a cambio del tiempo necesario, así tuviera que vivir para siempre –así lo dije– para ser millonario, ofrecía todo lo que tenía.
¡Estúpido de mí! ¿Y qué tenía, si no mi familia? Y el trueque se hizo. Esa misma noche mi bebé tuvo muerte de cuna, y dos meses después sepulté a mi mujer… La gente decía que murió de tristeza por la pérdida de nuestro hijo, pero sólo yo sabía la causa: yo la había cambiado por nada. Enloquecido de remordimiento no pude ya conservar ningún trabajo. En mi trato leonino no se me ocurrió pedir salud, fortaleza, coraje… sólo tiempo. Y fue el tiempo inexorable que me confinó a esta prisión con ruedas… Aún no soy millonario y en estas condiciones… No veo el final y “apenas” llevo 100 años.
Vicente que había escuchado atónito la historia, cuando por fin pudo hablar, con la emoción apenas contenida, dijo:
–Melquiades, nada es para siempre; nada es definitivo, ya lo verás. No creo que haya sido el cielo quien te escuchara e hiciera ese pacto contigo. Pero los milagros existen. Hay un remedio a tanto dolor: la oración. Yo rezaré por ti.
–¿Lo harías en verdad?
–¡Lo prometo!
Esa noche Vicente rezó por su amigo como nunca antes lo hizo por nadie.
Y efectivamente: el milagro se hizo.
Al día siguiente, Carmelita, la enfermera, comunicó conmovida la muerte de Melquiades.
[amazon_link asins=’B016TZGP2G’ template=’ProductCarousel’ store=’200992-20′ marketplace=’MX’ link_id=’58d94059-d861-11e8-98f2-1f6549e2bea9′]