“¡QUE VIVA MÉXICO!”
La sociedad mexicana actualmente vive en estado casi perpetuo de crispa emocional y existencial por su divisiva condición ideológica ante un discurso político parido en Los Pinos que el pópolo desarticula a puntos paroxistas, desatando bélicos choques por todos los frentes mediáticos entre “chairos” y fifís”, la mafia del poder y el pueblo bueno, y por ello una sátira a modo de retrato desalmado a ésta realidad en ése espejo de tela que es la pantalla de cine sería la catarsis idónea para recuperar aquellos ejercicios de burla sociopolítica como los de Alfonso Arau y RIUS en “El Águila Descalza” (1971) o “Calzonzín Inspector” (1974) donde con una diluida (la mordaza oficial y sus respectivas sanciones era feroz por aquél entonces) pero sabrosa mala leche le brindaba aunque sea la ilusión de la transgresión a los espectadores.
Con muchos bríos el director Luis Estrada comenzó a zanjar ésta ruta ya con las herramientas del cine posmoderno del nuevo siglo con cintas que hacían justo eso, ya fuera ésa denuncia tajante y sin pedradas al régimen saurio del PRI en “La Ley de Herodes” o el apapacho oficialista a los emergentes líderes del colectivo conocidos como narcos que se cobran su querer popular con pozoles humanos, proclamas mal escritas en sus respectivas mantas o extremidades obsequiadas en los portones de palacios de gobierno en la excelente “El Infierno”.
El colofón debió surgir en éste intento de sátira ácida clorhídrica titulada “¡Que Viva México!” donde ahora su fórmula sobre el individuo subyugado por una política social que le desfavorece por formar parte de las filas desempleadas o menos apoyadas logra emerger como un ente económicamente activo a costa de su moral, dignidad y comportamiento ético y que le hemos visto prácticamente en toda su filmografía ahora se invierte y es un burgués el que deberá atravesar la fábula de una noble posición en descenso hasta la ignominia.
La premisa tiene su mérito, por desgracia Estrada ahora no aplica el rigor al que nos tenía acostumbrado y por enigmáticos motivos todo se decanta a una humorada insulsa, babosa y rebosante de una comicidad esperpéntica, desbocada y algo estúpida como si quisiera llevarnos de un jalón a la sobada estructura de temple televisiva ochentera pero en su peor estado.
Alfonso Herrera estelariza en el papel de Pancho Reyes, un subdirector de prestigiosa empresa que lleva una vida de burgués boyante junto a su esposa trofeo Mari (Ana de la Reguera) y dos hijos que, dicho sea de paso, son los mejores actores en éste terreno baldío de película. En la mejor tradición de la farsa mexicana y hurtándole poquito a Tolstoi, resulta que a Pancho se le muere su abuelo (Joaquín Cosío) y junto a su familia viajan al empobrecido pueblito con el forzado nombre de “La Prosperidad” donde se reúne con su padre (Damián Alcázar), su madre (Ana Belén) y una pléyade de hermanos, hermanas y familiares a quienes no había visto en 20 años porque tuvo la oportunidad de cursar una carrera que le abrió los ojos clasistas y renunció a vivir en un estado tan paupérrimo. Y de aquí nos vamos a tres horas de historia manejadas con un sentido del humor simplista y mamerto donde todo lo que debe pasar pasa: la esposa “fifí” de Pancho sufre las de Caín entre gallinas y terregales, los parientes son insufribles en cuanto a su desgastado cincelado caricaturesco que ni en “Los Agachados” cuadran de tan pueril construcción y la narrativa y ethos hacen ver a cualquier película de sobre la miseria con Guillermo Rivas o Rafael Inclán en los 80’s como relatos sinceros y honestos al respecto (y creo que sí lo son en contraste a éste infeliz ejercicio).
Es demasiada la paja argumental que atiborra una trama plana y unidireccional donde personajes intencionalmente estereotipados pero pobremente diseñados van y vienen con el fin de fomentar escena tras escena de gags chafísimos en su contextura cómica y que sólo refritean los consabidos clichés al gusto de Estrada (el alcalde corrupto, el policía ídem y además sádico, el empresario soberbio y maltratador, la cuñada concupiscente, el hermano atarantado y un larguísimo etcétera) sin alguna añadidura.
A nuestro país le hace falta otro autor que se anime a explorar éstos procesos de realidad con mayor sagacidad o con una vena de propuesta que nos saque de la nuevas hondura en que nos mete Luis Estrada y éste aburrido pedazo de sobremetraje que es “¡Que Viva México!”.