La semilla
Aquella mañana no era distinta de las demás; el sol quemaba sin piedad y las escasas nubes, blancas y brillantes, eran promesa firme de un día más sin lluvia.
Desde temprano, Juan preparaba la tierra para la siembra. Confiaba que el agua llegaría sin falta.
Su padre le había heredado el amor al trabajo, a la tierra y esa pequeña parcela que Juan labraba con la ayuda de un viejo arado ya oxidado que se movía abriendo la tierra a fuerza de hombre, es decir, que Juan mismo lo empujaba. ¿Tractor? No lo había, como no había ni buey, ni caballo, ni mula.
A media mañana, apenas hubo alcanzado la “loma del mezquite”, Juan hizo una pausa para refrescarse la garganta con un trago de pulque que llevaba en su guaje en bandolera, al tiempo que descolgaba de las ramas de aquel árbol, un huizache en realidad, pero Juan lo llamaba mezquite, único árbol medianamente grande que había dejado la deforestación. Este dividía la parcela en dos y estaba, en efecto, en una loma que obligaba a orientar los surcos de distinta manera para evitar la erosión… cuando llovía.
Este era el tercer año que Juan araba y sembraba la parcela sin cosechar.
–La tercera es la vencida–, se animaba a sí mismo.
Luego de su frugal almuerzo, unos pocos quelites silvestres y tortillas duras que calentó en una mínima fogata que, para el efecto, encendió en un claro junto al árbol que le daba sombra; apuró el resto del pulque y volvió al arado.
En el ir y venir de la labor, recordaba cómo en los primeros años al voltear la tierra, provocaba un alud de pájaros ávidos de aprovechar las lombrices e insectos que dormían en la humedad de la tierra y que el arado sacaba de sus subterráneos hogares.
Pero ahora ni pájaros ni lombrices.
Sólo polvo.
Polvo que más que a su garganta, dañaba al espíritu de Juan, que luchaba por convencerle de la inutilidad de esa faena. Pero a él le gustaba el trabajo, le gustaba la tierra… y era terco, cualidad o defecto, que también había heredado de su padre.
Tras dos días de labor bajo el agobio del sol, que se empeñaba en dirigir hacía el campesino sus rayos mejores, la parcela de Juan estuvo al fin lista para recibir en ella la ansiada semilla.
Maíz o frijol, no sabía aún el tipo de semilla que podría conseguir, pero no importaba mucho; ambos productos son imprescindibles en la mesa.
La tierra también deseaba sentir cómo la semilla germinaba y daba vida; casi lo había olvidado.
––La tierra siente–, decía el labrador.
*
––No, Juan. No tengo semilla para regalar. A mí me cuesta.
––¡Claro que tengo semilla! Y de la mejor calidad, pero a crédito, no lo creo.
––¿Prestada? ¿Semilla prestada? ¡Estás loco, Juan!
––Todavía espero el pago de la anterior; no, Juan. ¡Ni medio kilo!
Una y otra vez escuchó Juan descorazonado, la misma respuesta; con distintas palabras, eso sí: “Si quieres semilla, paga por ella”.
El tiempo pasó y con la sequía, no había ni para alimentar las lágrimas de Juan.
La tierra, árida y moribunda todavía está ahí, preparada, taciturna, esperando la semilla.
La Cofradía.