CERESO DE VARONES (2/3)
Le estoy contando de la ocasión en que fui a boston, y no precisamente Massachusetts, y lo hice, no en calidad de cliente, sino como invitado, para comentar con los miembros de un círculo de lectura el libro Piedras para Ibarra, en el Cereso para varones de la salida a Calvillo.
Como usted, tengo mis rutinas más o menos establecidas: de la casa al trabajo y viceversa, y entre tanto el cine, el mandado, la misa, alguna visita… Pero señora, señor: desde luego ir a la cárcel no forma parte de ellas. Así que ese día todos los actos que realizo; lo que hago cotidianamente para disponerme a realizar mis ocupaciones, están signados por el sentimiento de extrañeza que me produce la actividad que desarrollaré en breve, y en mi piel se abre paso la certeza de que esto que hago; esto tan común y corriente, tan de todos los días, les está vedado a los hombres que veré en unos instantes…
Pensar lo anterior le da a los actos que llevo a cabo, la preparación de mi desayuno, el encendido de la televisión para, entre bocado y bocado, ver el noticiero, salir a la calle, conducir el automotor, etc., una singularidad de la que de fijo carecen, precisamente porque son de lo más comunes, pero que hoy me generan un bienestar maravilloso: soy libre; estoy libre.
De entrada me advirtieron que no debía vestirme con ciertos colores, para alejar la posibilidad de ser confundido con un inquilino del lugar. Esto echa a volar mi imaginación. ¿Y si fuera tomado como rehén? ¿Y si algún vigilante me confunde y me dejan guardadito?… Llego al lugar de los hechos con la suficiente anticipación, porque el proceso de ingreso es largo y lento, y mientras espero a Martha, ojeo por enésima vez el espléndido libro de Doer, rescatado del inglés y del olvido en 1988 por la editorial Vuelta, aquella que impulsó el poeta Octavio Paz. Leo al azar algunos fragmentos que he subrayado, y sólo lamento no haber sido yo quien escribiera el volumen, o quien experimentó los sentimientos que dieron origen a este texto, en el que abundan las “veredas y caminos de terrracería, que se inician sin propósito y terminan sin destino”; un texto que se vuelve entrañable conforme se avanza en la lectura, y en el que “los recuerdos son como los corchos sacados de las botellas… Se inflan y ya no ajustan.” En fin, que no lo escribí, pero celebro haberlo leído…
Llega Martha e iniciamos el procedimiento de ingreso, es decir, pasamos los diversos filtros que nos permitirán llegar al pequeño salón de actos donde me espera este grupo de lectores.
En el primer control debo dejar llaves, anillos, teléfono, cartera -¡ni que trajera la gran cosa; los billetes de Hidalgo!-. ¿También las llaves del automóvil? ¡To-do!… Luego, en un segundo control me revisan a mí; no vaya yo a traer un acorazado de bolsillo. Es una revisión suave; incluso más suave que otras que he experimentado en, por ejemplo, el Estadio Victoria.
Salgo del cuarto de revisión y me enfrento a un último control. Me reciben una muchacha rubia, guapa, todo sonrisas; todo amabilidad, y Elton John, que en el radio que escucha la vigilante canta su maravillosa canción Sacrifice, una joya preñada de ternura, una canción que, supongo, habla de un amor prohibido, quizá el esfuerzo desesperado por robarle un puñito de belleza a la vida; algo que no va ningún lado pero que puede ser importante… Una relación cuya sensibilidad construye una prisión… Una prisión infinitamente peor que en la que me encuentro.
Con esa canción; con ese mensaje, soy recibido en la cárcel. Anoto mi nombre en una gran libreta, hora de entrada, y luego recorremos un pasillo, de un lado paredes y del otro lado una tela de alambre, que separa esta sección de espacios abiertos, si tal paradoja cabe, una explanada que puede convertirse en canchas de baloncesto. Llegamos a un pequeño auditorio, subo una pequeña tarima y me siento ante una mesa, como presídium.
¿Qué clase de hombres componen mi auditorio? No sé, ¿cómo podría? Los observo con atención; los miro a los ojos, intentando ir al fondo de sus almas, sumergirme en ellos para conocer sus motivaciones, sus sentimientos…
Mientras hablo de estas Piedras para Ibarra; de las minas de Asientos y Tepezalá, de los Everton, que vinieron de San Francisco, California, observo a estos hombres que visten uniforme camisa naranja y pantalón beige. Los observo intentando reconocer a alguno, pero no; nada. Los únicos delincuentes que conozco están libres y haciendo de las suyas… Pero sí, finalmente sí reconozco a alguien. ¡Ahí está el….! Pero también él me reconoce, por lo que casi de inmediato se pone de pie y sale del auditorio.
Veo a estos hombres en tanto recuerdo al obispo Salvador Quezada Limón (1951-1984), al vendedor de lotería Kid, aquel boxeador cuya ceguera resultó de un golpe, y que fue condenado a sobrevivir vendiendo quimeras, personajes que son convocados por la magia de la palabra de Harriet Doer etc., e intento -esfuerzo inútil-, trascender sus ojos para conocer sus historias de vida, los pensamientos que se animan en sus mentes; los hechos que los condujeron hasta este lugar. Supongo que hay entre ellos quienes purgan condena por delitos sexuales -¡siempre el sexo como motivación, explícita o profunda, culta o natural!-, asesinos, vendedores de narcóticos, defraudadores, y uno que otro culpable de ser pobre y hasta inocente… ¿Cómo saberlo? (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a carlos.cronista.aguascalientes@gmail.com).