MI AMIGO, EL PADRE MEDINA
Entre 2005 y 2010 tuve el privilegio de trabajar en el Palacio de Gobierno. Esto me permitió hacer un seguimiento detallado del proceso de instalación del nuevo órgano de catedral. Recuerdo con toda claridad la tarde del 21 de febrero de 2005. Salía yo del edificio palaciego cuando vi, muy cerca de la entrada del atrio de la sede episcopal, una plataforma con un contenedor, que contenía un montón de cajitas y cajas y cajotas que contenían las piezas del nuevo instrumento…
Teniendo en cuenta que se trataba de un acontecimiento generacional, trascendente para la vida del edificio y de la sociedad, decidí documentarlo. Entonces me apersoné todos los días en catedral, para fotografiar el proceso, sus avances; conversar con los implicados, etc. Uno de ellos, desde luego muy principal, era el padre Miguel B. Medina Fernández, que no sé si para entonces era ya canónigo, pero sí custodio de la catedral y responsable principal de la decisión de dotar a la catedral del nuevo órgano.
Durante esas semanas me dio acceso irrestricto a los instaladores del aparato, al coro de catedral, etc. Se fueron los instaladores y luego de una pausa llegaron los afinadores, que durante 15 días llevaron a cabo su delicada labor, y yo seguí con la mía… De aquellas jornadas resultó un librito que mucho aprecio, dado que en mi inútil opinión, honra el noble trabajo del cronista, “El órgano Ruffatti de la catedral de Aguascalientes”.
Pero no es esto lo que me interesa destacar ahora, sino el hecho de que a raíz de la instalación del instrumento, que fue consagrado el 8 de mayo de 2005, muy de cuando en cuando conversé con el padre, primero sobre el aparato, pero luego, agotado este punto, seguimos con otras cosas, siempre interesantes; siempre ingeniosas.
Por ejemplo, fue él quien me puso en suerte para conocer a otro personaje valiosísimo de entre los que ha dado esta tierra: el también sacerdote Gustavo Elizalde, de muy feliz memoria. Compartió conmigo algunos recuerdos de su convivencia con el padre Jorge Hope, también un gran personaje de este pueblo. Algo llegó a hablarse de aquel conflicto que puso en pie de lucha a un sector del clero diocesano en los años setenta, y me acuerdo que le dije que tendría que escribir sobre aquel asunto, a lo que contestó que no, puesto que algunos participantes todavía estaban vivos y podrían resultar afectados. Tal vez lo haya hecho y en poco tiempo podamos ver algo de eso; tal vez.
Me acuerdo también que en alguna ocasión, un viernes primero, fui a buscarlo. Había un montón de penitentes y el sacerdote estaba confesando en un confesonario al lado del altar del Sagrado Corazón. Libro en mano me senté a esperar. Cuando concluyó nos dirigimos a su oficina, que estaba en la antesacristía, justo donde están los retratos de los pastores (la oficina desapareció, los retratos siguen ahí), y me acuerdo que para abrir conversación le dije que seguramente se enteraba de un montón de cosas interesantes en el confesonario; chispeantes, picarescas. Ni creas, contestó con una expresión casi imperturbable, ni siquiera somos creativos para pecar…
Gracias a él, y en un hecho excepcional -¿quién podría decir lo mismo?-, mi librito sobre el órgano se presentó en 2009 en catedral, en el mismísimo pie del altar, y entre las intervenciones de los presentadores, el padre Elizalde, el jurisconsulto Jesús Eduardo Martín Jáuregui, y el doctor Víctor Solís Medina, hubo interpretaciones en el instrumento por parte del maestro Estanislao Díaz Soria.
En fin, al año siguiente cambié de aparador -de trabajo-, y dejé de ver al padre con la misma frecuencia que en esos lapsos. Tengo entendido que luego de ser relevado del cargo de custodio, se retiró. En mayo de 2021 una parienta suya, la señora Paloma Castro Jonás, me informó que el padre había perdido su ejemplar del libro. Raudo y veloz -es un decir- me apersoné en su casa para llevarle un par de ejemplares. Desde luego conversamos, sobre esto y lo otro, y entre el flujo de palabras; de ideas, de sentimientos, pude palpar en él un hambre sosegada de conversación, así como para regresar lo más pronto posible, y sin embargo para mi desgracia fue la última vez que lo vi: el padre murió hace unos días. Cuando me enteré, tontamente, porque en ocasiones así reacciona el cerebro, me pregunté donde habrían quedado mis libros, ahora inútiles; desvalidos, sin sus manos que los tomaran y abrieran; sin sus ojos que observaran las fotografías, se paseen por unas líneas cuya lectura propicien una sonrisa suave, apenas una sonrisa, por algo trascendente que él hizo y yo documenté. Inútil y desvalido, como si un libro, un objeto de papel, pudiera caer en una situación de orfandad…
De él escuché una de las cosas más sabias que he oído en estos últimos tiempos. En esa última vez que lo vi, le pregunté si había visto las más recientes reformas realizadas en catedral, con motivo del centenario de la llegada de la imagen de la Virgen de la Asunción. Me contestó que no. El hecho mismo y la contundencia con que lo dijo me llamaron la atención, cosa que notó, porque en seguida agregó: “nunca regreses a donde te fuiste, ¿para qué? Si te fue bien, vas a oír puras quejas; si te fue mal, ¿para qué regresas?”
El padre Miguel se ha ido. Murió la noche del pasado lunes 10 de abril; una fecha muy propicia para un hombre de fe: el día siguiente del domingo de resurrección de este año de gracia 2023. Mi madre, que era una mujer de fe irrefutable, invicta, murió un 22 de marzo. Yo, que soy un tal por cual y que, como afirma George Steiner, mi filósofo de cabecera, tengo nostalgia del Absoluto -tal vez cambiaría el término absoluto por el de infinito-, quise ver un signo en la fecha, el día siguiente del inicio de la primavera: mi madre había florecido… Eso quise ver, aunque la realidad fuera muy otra.
El padre Miguel se fue, y muy seguramente, fiel a su dicho, no regresará; si lo hiciera de seguro escucharía puras quejas. (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a carlos.cronista.aguascalientes@gmail.com).