Deuda y compromisos
Hace poco más de 50 años un dirigente del PRI sentenció que si el PRI no marchaba con el pueblo, el pueblo marcharía sin el PRI… Palabras proféticas que se han cumplido: 1988, 1997, 2000 y 2006. En 2012 apenas el 38 por ciento de los electores brindó su apoyo. En 2018 13.32%.
Hasta 1970, la votación general del PRI para la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, era superior al 80% (entre 90 y 83%). Desde 1973, que bajó al 77%, se muestra una constante tendencia a la baja: 74% en 1979; 69% en 1982; 67% en 1985, 50% en 1988; 48% en 1994; 39% en 1997; 36% en 2000 y 36.7% en 2003 (prácticamente igual que tres años atrás. De éste 36.7%, 13.6 fue como coalición y 23.1 como Partido); en 2006 el PRI se resignó a ser la tercera fuerza electoral del país, con apenas 24% de los sufragios. En 2009, obtuvo 36.9 % de la votación total; en 2012, bajó a 31.9%; 2015 29.2%; 2018 16.44%; 2021 17.48.
De 2013 al 2018 la contundencia del repudio de los ciudadanos a un gobierno que olvidó identidad, forjó un modelo de capitalismo de cuates y cómplices, incubó un poder económico subsidiado permanentemente con salarios bajos y fisco regresivo, bajo la moral de virtudes públicas y vicios privados.
Ello no fue sino la culminación de un proceso de décadas en las cuales surgieron nuevas formas de cacicazgos, oligarquías que surgen de la simbiosis de lo político y de lo económico, fomentadora de corrupción que propician deformación de la democracia. Círculo de camarillas y complicidades. (Advertido por Jesús Reyes Heroles desde 1972). La historia, empero, ha acreditado con rapidez los fracasos y la corrupción de los fallidos “gobiernos de compinches” (Alponte) y, con ellos, partidos, “clase política” y “clase empresarial”.
Hoy, el trance es la pugna (agandalle) para apropiarse de lastimosa pedacería de lo que fue un gigante al que minaron poco a poco. El traslape entre tecnócratas y demagogos, que en común poseen el aplomo del cinismo y la capacidad para fechorías. Así, como que no nos queda quejarnos del charlatán matutino.
En estas condiciones, en ruta hacia su 23 asamblea nacional ¿qué propone el PRI al pueblo de México, particularmente a los jóvenes? No es tema de reingeniería del partido sino de proyecto de nación para este siglo. Y ya vamos atrasados. Dos décadas perdidas y vamos sobre la tercera.
Desde el rotundo fracaso electoral de 1988, hemos ido hacia donde sopla el viento, sin metas estratégicas sin saber a dónde dirigirnos. PNR y PRM postulaban la lucha de clases, e incluso el PRM se refirió al advenimiento del socialismo. Luego, se adoptó el concepto de justicia social. En 1978, en una Asamblea Nacional, se definió expresamente el nacionalismo revolucionario como vía para la democracia social. En otra, se le llamó Partido de los Trabajadores. Después, en la XIV Asamblea se habló de “liberalismo social”. Sencillamente no pegó. En la XX, se reiteró la socialdemocracia. Zigzag entre demagogia, neoliberalismo, tecnocracia y populismo.
La plataforma no ha correspondido a las causas, las prioridades y las razones del pueblo ciudadano. Derrotas políticas que repercuten además en dispersión y balcanización, muy lejos del partido que unificó expresiones revolucionarias y sociales, luego coalición de trabajadores, campesinos, clases medias populares, “ciudadanos independientes”. Contradictoriamente germinó con fuerza la proliferación de clanes y tribus, encabezados por viejos y nuevos caciques que pugnan por los restos. Ni asomo de propuesta ideológica ni programática ni estratégica. Sólo fraseología y oportunismo ideológico. Por si fuesen necesarias evidencias basta observar la elección-autoimposición del CEN o la integración de los listados a diputados federales (este 2021) en los que descuellan familiares, hijos, esposas, arribistas, cuates, resabios anacrónicos del echeverrismo…
¿Qué sigue?
La realidad social y política, actualmente, se caracteriza al menos por tres cuestiones cruciales:
1) la creciente división y polarización social como consecuencia, principalmente, de la marginación y exclusión, la degradación del nivel y calidad de vida de la gran mayoría, así como la inseguridad pública y su cauda de las decenas de miles de muertos y desaparecidos. Otra cuota de sangre que paga el pueblo.
2) Por momentos la rijosidad parece desbordar los extremos de la ley y tiende a romper el orden político. Es patente la abierta pugna en el complejo entramado socio-cultural del país: la lucha ideológica y clasista; intereses encontrados entre unos y otros sectores, así como en el seno de la clase empresarial; forcejeos entre viejas y nuevas corporaciones sindicales; “plantones” y bloqueos de grupos de presión sin rostro, pero con afán de canonjías (¿tolerados a cuenta de quién?) que afectan la planta productiva y generan incertidumbre y suspicacias.
3) La conflictividad no sólo es de tipo clasista, también destacan reclamos de gremios y de comunidades urbanas y rurales; la confrontación entre gobierno nacional –los de antes y el de hoy– y pueblos indígenas que más que obras de infraestructura, rechazan de plano el capitalismo subordinado y dependiente. Cuestión que lleva la controversia a otro nivel.
¿Cuánto hay de “espontáneo” en la medida que se colmó la paciencia de los de abajo y ven retórica y actitudes de la transición como oportunidad? Cuánto es inducido por quienes tensan la situación para calibrar y aprovechar coyunturas, incluso desde el poder público o desde bandas criminales trasnacionales que controlan ya el 35% del territorio nacional, y, además, establecen un sistema impositivo paralelo al fiscal. El extremo crítico es que éstas actúan abiertamente, con la complacencia oficial, en la competencia electoral. Deciden candidaturas y quién pierde. En el camino varias decenas de candidatos asesinados. ¿Y el Estado? ¿Y el mensaje reiterado de abrazos? ¿Los representantes del partido en Cámara y Senado debaten sobre cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler?