El silencio, una herramienta casi en el olvido.
El silencio no es sólo ausencia de ruido. Es la capacidad de estar en paz sin que nada ni nadie se interponga en el proceso de estar en paz con uno mismo. Casi lo hemos olvidado. Las referencias auditivas se han desnaturalizado, han perdido fuerza, han perdido su sacralidad. El miedo y aun el horror suscitados por el silencio se han vuelto más intensos.
En otros tiempos, los occidentales apreciaban la profundidad y los sabores del silencio. Lo consideraban como la condición del recogimiento, de la escucha de uno mismo, de la meditación, de la plegaria, de la fantasía, de la creación; sobre todo, como el lugar interior del que surge la palabra. Desgranaban las tácticas sociales del silencio. La pintura, para ellos, era palabra de silencio. La música de la ausencia y del placer de sentir que todo –al menos en apariencia- se detiene.
La intimidad de los lugares, la de la estancia y sus objetos, la del hogar, estaba tejida de silencio. Tras el surgimiento del alma sensible en el siglo XVIII, los hombres, inspirados por el código de lo sublime, apreciaban los mil silencios del desierto y sabían escuchar los de la montaña, los del mar y los del campo.
El silencio probaba la intensidad del encuentro amoroso y parecía un requisito de la fusión. Presagiaba el sentimiento duradero. La vida del enfermo, la cercanía de la muerte, la presencia de la tumba suscitaba una gama de silencios que hoy son sólo residuales.
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¿Qué mejor manera de experimentarlos que sumergirse en las citas de los numerosos autores que han emprendido una verdadera búsqueda estética? Al leerlos, ponemos a prueba, cada uno de nosotros, nuestra sensibilidad. La historia ha pretendido «explicar» con excesiva frecuencia.
Ahora parece que todo lo que rodea es ruido que contamina todo el andar, la habitación, la oficina, la calle, el estadio continuo de escuchar algo a alguien o al movimiento del trabajo y de su fastidio.
Cuando aborda el mundo de las emociones debe también, y ante todo, hacernos sentir, en especial cuando se trata de universos mentales desvanecidos. Así pues, es indispensable recurrir a un gran número de citas reveladoras. Sólo ellas permiten que el lector comprenda de qué manera los individuos del pasado han experimentado el silencio. Cuando los escritos hablan en silencio de las palabras que debieron ser dadas. Cuando el repaso por las letras es concebido bajo el halo del descanso en ausencia de cualquier ruido, es aquí donde vale la pena romperlo para ir de expresión en expresión.
Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua. La sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo, en lugar de mantenernos a la escucha de nosotros mismos. De este modo, se altera la estructura misma del individuo.
Es bien cierto que hay caminantes solitarios, artistas y escritores, adeptos a la meditación, mujeres y hombres recogidos en monasterios, mujeres que visitan tumbas y, sobre todo, enamorados que se miran y callan, que buscan el silencio y todavía son sensibles a sus texturas.
Pero son como viajeros arrojados a una isla de costas escarpadas que está a punto de quedar desierta. El conductor ante una carretera vacía, el corredor por las mañanas en el bosque, podrán sentir con fuerza el silencio, su silencio.
Ahora bien, el hecho decisivo no es, como podríamos pensar, el aumento de la intensidad del ruido en el espacio urbano. Gracias a la acción de militantes, de legisladores, de higienistas, de técnicos que analizan los decibelios, el ruido de la ciudad, que se ha transformado, sin duda no es más ensordecedor que en el siglo xix. Lo esencial de la novedad reside en la hipermediatización, en la conexión continua, en el incesante flujo de palabras que se le impone al individuo y lo vuelve temeroso del silencio.
La evocación del silencio el estar con uno mismo es un ejercicio que se puede y debe reconquistar para el bien de la humanidad y del propio en particular circunstancia.