La política sí puede ser una herramienta de cambio, pero requiere ensuciarse los zapatos

En un momento en el que la ciudadanía percibe a la política con escepticismo cuando no con franca decepción, es necesario recuperar su verdadera esencia: ser un instrumento al servicio de las personas. La política, bien entendida, no es un privilegio ni una plataforma personal. Es una herramienta colectiva para transformar realidades, pero para que funcione, requiere presencia, cercanía y compromiso. Requiere, en pocas palabras, ensuciarse los zapatos.
A lo largo de la historia, la política ha evolucionado desde formas directas de participación ciudadana, como en la antigua Atenas, hasta los sistemas de representación modernos. Sin embargo, en todos los casos, el principio rector ha sido el mismo: el poder público debe responder a las necesidades del pueblo. En el contexto mexicano, este principio está claramente establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El artículo 39 señala que “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo” y que “todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. No se trata solo de una declaración simbólica; es la base legal de todo nuestro sistema democrático. Por su parte, el artículo 134 obliga a que los recursos públicos se administren con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez, principios que deben guiar cada acción gubernamental.
No obstante, la práctica política en nuestro país ha estado, en muchos momentos, alejada de estos principios. Durante décadas, los cargos públicos fueron ocupados por personas cuya única interacción con la ciudadanía ocurría en campañas electorales. Esta lógica vertical, burocrática y distante debilitó el tejido social, erosionó la confianza institucional y generó un abismo entre representantes y representados. Hoy, ante esa herencia, tenemos la oportunidad y la obligación de cambiar el rumbo.
Hacer política desde el territorio, con los pies en la tierra y el oído atento, es más que una estrategia: es una responsabilidad democrática. Implica caminar las calles, sentarse a dialogar con vecinos, escuchar las preocupaciones reales de quienes no aparecen en los informes ni en las estadísticas. Significa estar presente en comunidades olvidadas, en colonias marginadas, en espacios donde el Estado llega tarde, o no llega. Este enfoque de cercanía no es nuevo. Ya en el siglo XIX, pensadores liberales como José María Luis Mora defendían la necesidad de una política centrada en la educación cívica y en la construcción de ciudadanía. En el siglo XX, líderes sociales y políticos como Benito Juárez y Lázaro Cárdenas marcaron diferencia precisamente por su contacto directo con el pueblo, por su capacidad de entender y responder a las necesidades del país desde el territorio, no solo desde el escritorio.
En tiempos más recientes, distintos sectores han exigido una nueva forma de ejercer el poder. La ciudadanía espera más que palabras: exige resultados. Espera que la política se traduzca en soluciones concretas, pero también en respeto, dignidad y trato humano. Y esa expectativa es legítima. Un gobierno cercano no solo escucha; actúa con base en lo que escucha. Implica ajustar políticas públicas, reorientar presupuestos, mejorar leyes y rediseñar programas para responder a realidades diversas. México no es un país uniforme: lo que se necesita en un municipio rural de no es lo mismo que se requiere en una alcaldía de una ciudad capital. Por eso, una política eficaz necesita conocimiento profundo del territorio.
Los representantes populares, funcionarios y tomadores de decisiones no deben perder de vista este principio. Nuestra legitimidad no se sostiene únicamente en el voto, sino en el cumplimiento de nuestras funciones con integridad y cercanía. Como lo establece el artículo 8 constitucional, los servidores públicos tienen la obligación de responder a las peticiones ciudadanas de manera respetuosa, en los plazos legales establecidos. Este mandato jurídico no solo impone una obligación formal: reafirma el deber moral y ético de estar al servicio de la gente. Asimismo, la Ley General de Responsabilidades Administrativas contempla como falta grave la omisión en el cumplimiento de funciones, así como el uso indebido del cargo. Una política alejada de la ciudadanía no solo es políticamente ineficaz; puede ser legalmente sancionable si se traduce en negligencia o abandono del deber público.
Pero más allá de las sanciones legales, está la sanción social. La indiferencia, la apatía y el hartazgo ciudadano son reflejo de una política que ha fallado en conectar, en transformar y en representar. Por eso urge un cambio profundo en las formas de hacer política. Este cambio no se limita a las estructuras de gobierno. También debe ocurrir en los partidos políticos, en los liderazgos sociales, en las agendas legislativas y en la manera en que se ejerce el poder. Requiere empatía, voluntad, y una disposición constante a escuchar más de lo que se habla.
La política no puede ejercerse desde el aislamiento. Tiene que nutrirse de las calles, de los mercados, de las escuelas, de los centros de salud, de las voces ciudadanas. Necesita del contacto directo con las realidades que muchas veces no llegan a las oficinas ni a las cifras oficiales. Ensuciarse los zapatos no es solo una metáfora. Es una forma de honrar la confianza que se nos entrega. Es entender que representar no es hablar en nombre de la gente, sino hablar desde la gente, con la gente y para la gente.
En cada comunidad, hay experiencias, conocimientos y propuestas que enriquecen la visión pública. Incorporarlas no solo mejora la política, también la legitima. Y ese proceso solo es posible cuando hay cercanía, cuando se camina junto a la ciudadanía, no por encima de ella. México necesita una política que recupere su sentido más profundo: transformar para servir. Una política que no le tema al contacto directo, a la crítica constructiva ni a la exigencia ciudadana. Una política que mire de frente, que rinda cuentas y que esté presente.
La historia nos ha demostrado que los cambios verdaderos no se gestan en el aislamiento, sino en la interacción constante con el pueblo. Solo así se construyen políticas públicas que respondan a la realidad. Solo así se fortalece la democracia.
En suma, la política sí puede cambiar vidas. Pero para lograrlo, requiere voluntad, compromiso y humildad. Requiere más calle que escritorio, más escucha que discurso, más contacto que protocolo. Porque si la política no se ejerce con los pies en la tierra, corre el riesgo de perder el alma.