Tiempo compartido o el horror de unas vacaciones «felices»
Del título de “Tiempo compartido” (2017) se infiere la temática, aquí en la medida que el director Sebastián Hofmann, en su segundo largometraje (Halley, 2014) lo inclina más hacia el terror y la tragedia. La fotografía e iluminación en tonos oscuros, el que acontezca en interiores y un sótano, en el encierro de un hotel, gravita a la conmoción creciente en el protagonista masculino, Pedro (Luis Gerardo Méndez).
La reprobación y crítica contra esas cadenas de hospedaje que comercian y publicitan condiciones de maravilla en esos tiempos compartidos, o venden el viaje y estancia como el paraíso, se palpa en cuanto arriban al lugar Pedro con su esposa Eva (Cassandra Ciangherotti) y su pequeño hijo (apodado Ratón). El itinerario de reposo y tranquilidad se ensombrecerá con el galopar de las horas, la satisfacción ficticia se restituirá a furia, zozobras, sospechas efectivas, de estar siendo torturado, de saberse vigilado.
A la par de la consunción de Pedro, “Tiempo compartido”, expone la caída, literal, de Andrés (Miguel Rodarte), de animador estrella en esos establecimientos, a mozo de lavandería, muerto viviente hundido entre toallas y sábanas blancas; y, por contra, el ascenso augurado para su esposa Gloria (Montserrat Marañón), que en el nombre carga sus sueños.
Los encuadres al emisario extranjero Tom (RJ Mitte), su voz cuando alecciona a los empleados cual profeta prometiendo el maná y el triunfo, adosan ribetes tétricos; con la simbología de los conglomerados multinacionales que se apoderan de empresas de países menores, los degluten, y se encajan en ellos, cual usurpadores de cuerpos venidos de planetas remotos (en las cuatro versiones, superior la original de Don Siegel, 1956, y las de Philip Hoffman, 1978, Abel Ferrara, 1993, y la reciente, 2007, de Oliver Hirschbiegel), o en anuncio Lovecraftiano detrás de los postigos y las paredes.
La paranoia de Pedro contrasta con la afabilidad con que Eva recibe a la familia que les escamotea su privacidad, el acariciado reposo vacacional; lo campechano del marido Abel (Andrés Almeida) de la otra familia, quien tantea ganarse su confianza en cada movimiento. Sus aprensiones se hacen realidad en la cancha de tenis (con un argentino fullero y su desquite por tener “ese bombón de esposa”) y al enterarse que se han apoderado de información personal.
Hofmann y su coguionista Julio Chavezmontes plantan el desequilibrio de Andrés, los resquicios endosados de su enfermedad, con la efusión de Gloria por superarse, aprender inglés, crecer a vendedora estrella; la carga de su desgracia y la utilización de ésta bajo la tutoría de Tom. El papel de Eva contiene semillas de candor, generosa para con los otros, comprensión, soledad, y tener ojos para lo bueno o cerrarlos a lo negativo. Gloria desea borrar su tragedia, compensarla ocupada y con su porvenir.
Las indirectas (vistazos) a las disparidades con los huéspedes de adentro de las edificaciones piramidales son contundentes, están en un nivel más alto, fuera del alcance de quienes rentan villas de barata, solo asistimos a una de sus recámaras cuando Andrés recoge ropa sucia y escamotea una prenda roja; más lo alusivo cuando Pedro pisa la maqueta, la rompe.
“Tiempo compartido” sujeta admonitoria las falacias ofrecidas por las hoteleras, los sobre cupos para lo cual tienen solución, las promociones engañosas, que pueden hacer felices a gente sin mayor futuro o para quienes lo máximo son las absurdas diversiones, meterse a la alberca, o aplaudir fruslerías entre la muchedumbre. Hermanado a quienes trabajan dentro y se han identificado con los dueños forasteros, viven para ello, vegetan; pero sobreviven algunos que se dan cuenta (el diálogo de Andrés y el anciano, la ropa blanca manchada y expulsada de la lavadora).