Un enfoque acerca las ideas políticas III
Una interpretación de la cultura pagana del poder político (1)
En nuestra antigüedad clásica (Asia Menor, Peloponeso), surge la filosofía como disciplina al momento que se pretenden explicaciones acerca del mundo y de la vida humana, alejándose de la fantasía, la magia, los mitos y las visiones religiosas. Preguntas racionales –en cuanto pretendían analizar críticamente la percepción de la realidad— que exigían respuestas racionales, no necesariamente científicas en el sentido metodológico y conceptual moderno.
Quedó atrás la visión primitiva del Egipto de hace tres mil años, en donde apenas si es posible identificar ideas políticas como sistema ideológico ya que lo político poseía meramente “un carácter informativo” y descriptivo alrededor de la figura del Faraón (Salazar Mallén). Aunque no es el foco de nuestro tema, no está por demás una referencia breve a las ideas políticas en el “lejano oriente”. Destaca China. Lao-Tsé se anticipó casi mil 500 años al liberalismo: el gobernante debe intervenir lo menos posible en la vida social (“dejar hacer-dejar pasar”). Confucio postuló la sujeción del pensamiento político a la moral. Mencio, a su vez, destacó que lo esencial en la política es el pueblo (Salazar Mallén). En palabras actuales: “la voz del pueblo es la voz de Dios”.
En “occidente”, la aportación de la filosofía a la política fue, por lo menos desde Sócrates-Platón, afirmar el fundamento ético del poder, no sólo por legitimidad de origen y en su ejercicio sino además la justificación misma del poder. ¿Para qué y porqué se instituye el poder político?
Ligada a la historia, la teoría política adquiere otra perspectiva: principalmente a partir de Herodoto (o Heródoto), en su explicación de los acontecimientos históricos (las guerras médicas) como consecuencia de las acciones y las luchas de los hombres y de los pueblos, no como parte de los conflictos de los dioses. La vida de los hombres no es parte ni extensión de la vida de los dioses, sino que puede explicarse por sí misma. Un antecedente destacable es Tucídides, quien narra la guerra del Peloponeso (la victoria de Esparta sobre Atenas), como lo que fue: la lucha de los pueblos, o, más preciso, sus jerarcas para construir un imperio.
En esta línea de pensamiento, también en Grecia, se formulan los planteamientos esenciales en torno de la política, precisamente cuando está en crisis la Ciudad-Estado: la justificación, la organización y la explicación de su decadencia. Su fundamento y fin: la justicia (Platón); la organización de la ciudad-Estado (polis) en la finalidad esencial del bien común (Aristóteles), y éste, el bien común, cuyo carácter ético –no religioso– es el de asegurar la existencia ordenada y en armonía de la comunidad que haga posible la vida de todos y cada uno de sus integrantes. Sin ese orden (cualquier orden) no podría existir la comunidad: ese es el bien común.
Francois Châtelet (Historia de las Ideologías) visualiza grandes ciclos o construcciones ideológico-culturales (Europa y Asia) que están íntimamente ligados tanto a su cosmovisión como a la naturaleza económica de su orden social. De ahí inferimos –paralelamente— visiones históricas acerca del poder político.
La primera construcción, que denomino ideología pagana del poder, ubicada en la historia de “occidente” (ideologización que sintetiza la idea central de la cultura de los países del Mediterráneo en distinción a la de Asia. Europa apenas es un esbozo), se corresponde a una visión de la historia que no es trascendente, sino un constante ciclo que se repite una y otra vez; es el devenir de lo mismo. En esa civilización pagana no se piensa la historia, acaso Atenas.
Si bien, existe una clara distinción entre lo “físico” (la naturaleza), el ser humano y la sociedad, en la cual la comunidad política se expresa en la ley. El dilema, entonces, es si ésta es testimonio de la justicia o del más fuerte, o el más audaz, ya sea príncipe o sacerdote o jefe militar, cuya expresión no es individual sino clasista.
Lo destacable es que el hombre no se constituye como sujeto de la historia. La temporalidad histórica es concebida como sucesión de acontecimientos circunstanciales, singulares (irrepetibles), a veces unidos por relaciones causales, otras casuales. Acaso caprichos divinos, designios fatales; no hay destino para el hombre ni para la sociedad a partir de sus propias acciones. No hay sentido del progreso como se entiende desde el Renacimiento y la Ilustración. Se establece una homología: unidad del mundo cósmico, natural, espiritual. Es un movimiento circular que conjuga lo finito y lo infinito.