ANTORCHAS
Eran cientos y cientos de botes de lámina llenando con su canto metálico, sus variados colores y singular olor el salón multiusos. Era un enorme salón, que igual se utilizaba como teatro que como arena de box y lucha libre y espacio para ver la televisión. Era el Centro Social Navarrete, ahí en Emiliano Zapata esquina con Libertad. Eran montones de estopa y trapos. Eran pilas de tiras de madera y tal vez de «palos de escoba». Eran muchos los niños y los trabajadores guadalupanos. Era el padre Jesús Ornelas organizando las tareas…
Era todavía quizá «el charrito» el logo de Pemex, estampado en los botes de aceite automotriz Mexlub o Faja de Oro, de un litro, elaborado en Salamanca. Era aún el petróleo el alimento de estufas, calentadores, quinqués… y antorchas. Eran los días previos al 31 de julio. Eran las vísperas de la «peregrinación de las antorchas», preludio del Quincenario.
Eran los días cuando ni siquiera se asomaban a las conversaciones la contaminación, el calentamiento global y el cambio climático…
Eran los finales de los 60 y principios de los 70. Era Salvador Quezada Limón el Obispo y todavía los diarios se referían a los obispos como Ilustrísimo y Reverendísimo Monseñor…
Era todavía abrumadoramente mayoritaria la población católica, o que decía serlo. Era que no habían irrumpido las hoy numerosas «iglesias» y los incontables «pastores», «apóstoles», «profetas»…
Eran tiempos de la niñez y adolescencia. Y ahí estaba yo. Ayudando en lo que podía en aquella cadena de producción de antorchas: botes de aceite, vacíos desde luego, a los que se quitaba una tapa, y la otra se perforaba para que entrara por ahí un trozo de madera, se impregnaba la estopa con petróleo, la cual se ponía en el interior del bote y ya está la antorcha, lista para desfilar, partiendo desde diferentes templos parroquiales, por las calles del centro, muchas de las cuales tenían otros nombres, tan significativos como sonoros.
Era luego una plaza llena de luces, de olores, de humo, de devoción, de gente, gente, gente… cada persona iluminando con su improvisada antorcha en alto y las llamas de su fe el pedacito de noche que le correspondía. Era un templete y una celebración eucarística a las afueras del atrio catedralicio.
Era otra gente. La que se conocía entre sí. La que poblaba el centro. La que sabía de los demás casi todo: su nombre, domicilio, profesión u oficio, virtudes o vicios, estado civil, estirpe…
Era 31 de julio después del crepúsculo. Eran otros tiempos. Eran otras antorchas, nada ecológicas aquellas. Pero la Virgen de la Asunción sigue siendo, como era desde la fundación de la ciudad, la Patrona de Aguascalientes incluso para no católicos y para los católicos de Romería…