El camino al infierno está lleno de buenas intenciones
La frase popular del título es atribuida a filósofos franceses e ingleses del segundo siglo de nuestra era, sin embargo, es una frase que con diferentes expresiones como “el infierno está empedrado de buenos deseos”, generalmente ha significado que no bastan las buenas intenciones, ya que incluso pueden ser contraproducentes sino van acompañadas de una buena planeación y sobre todo de un trabajo político consistente en el mejor de los términos.
La historia de México está plena de traumas y de contradicciones, como los que hemos comentado en artículos anteriores, pero quizá uno de sus rasgos más característicos ha sido el que a lo largo de nuestra historia abundan los grandes proyectos sin que se discuta adecuadamente la manera de llevarlos a cabo. De tal manera que en la mayoría de los casos estos proyectos han sido contraproducentes ya que no han partido de un adecuado trabajo de consenso sino de la imposición de los diferentes gobiernos que hemos tenido, al menos desde las reformas borbónicas en el siglo XVIII.
Generalmente las reformas borbónicas se identifican con la propuesta de cambiar la geografía política de los reinos, provincias y alcaldías a intendencias y subdelegaciones, reforma que se llevó a cabo en Nueva España hasta 1786, en 1782 se había llevado a cabo en Buenos Aires, a través de la Real Ordenanza para el establecimiento e Instrucción de Intendentes de Ejército…, con la idea de centralizar y uniformar el gobierno, lo cual implicó una gran ruptura con los gobiernos previos ya que se estableció una jerquía que no necesariamente existía desde el virrey hasta las alcaldías, pero además con una clara connotación militar. De ahí que buena parte de las manifestaciones de descontento comenzaron a mencionar el gobierno “tiránico” que se estableció con estas reformas, que por cierto venían a imitación del absolutismo francés muy diferente de lo que había sido el de los Austrias.
Lo desastroso de estas reformas fue precisamente que no implicaron en absoluto consenso ni mucho menos observar las implicaciones de tales medidas, porque se partía de la idea muy borbónica que a los súbditos sólo les correspondendía la obediencia frente al poder absoluto del soberano. Esta tradición política desafortunada, si bien tenía la intención de que el soberano distribuyera justicia, impidió el desarrollo de los derechos ciudadanos al establecerse en un momento ya tardío del virreinato y que de alguna manera trascendería en el momento de la independencia.
Con la invasión napoleónica a la península ibérica en 1808 se desataría una serie de contradicciones que marcarían la conformación política del estado mexicano. La irrupción de las regiones representadas en las viejas provincias que habían sido anuladas por las reformas borbónicas, mostró precisamente que el viejo régimen construido por la monarquía de los Austrias en todos los reinos americanos se había fincado precisamente en la fortaleza de las oligarquías regionales que afloraron al momento del constitucionalismo gaditano. Por ello la constitución de 1824 reconocería las “dos soberanías” tanto del estado central como la de los gobiernos de las regiones, creando con ello uno de los conflictos que dificultarían la conformación del estado mexicano dada la imposibilidad para llegar a acuerdos entre las diferentes facciones.
Entonces tanto gobiernos liberales como conservadores imaginaron proyectos en general bien intencionados, pero totalmente radicalizados y con ello imposibles de llevar a cabo satisfactoriamente. Al grado de pensar por ejemplo que una república democrática podría establecerse sin ciudadanos, o que lo mejor sería que viniera un emperador extranjero para resolver nuestras diferencias. Es decir, las buenas intenciones sin lograr acuerdos, sin establecer mecanismos de consenso, llevó al país a una gran fragmentación y debilidad de tal forma que las invasiones extranjeras terminaron por minar en el siglo XIX las oportunidades de un estado republicano.
En los últimos años se han rescatado los argumentos que historiadores porfiristas, como Justo Sierra o Emilio Rabasa señalaron para justificar un régimen que pudo darle continuidad a algunas políticas frente a la “anarquía” previa (Justo Sierra llamó “los años de la anarquía” al periodo postindependiente hasta Díaz), sin embargo el resultado fue un gobierno unipersonal que no supo advertir los cambios que se habían generado social y políticamente bajo su mandato, retrasando con ello las posibilidades de una reforma que posibilitara la participación política de nuevos grupos sociales. Con ello las buenas intenciones de orden y progreso terminaría orillando al país a una de las revoluciones más violentas de nuestra historia.
Lo que mostró la revolución de 1910 fue nuevamente la irrupción de las regiones no necesariamente las más pobres, sino las que habían tenido un crecimiento durante el porfiriato a través sobre todo de las actividades mineras y ganaderas y en general por su cercanía con la dinámica de los mercados estadounidenses. Los gobiernos militares surgidos de la revolución lograron efectivamente crear un nuevo orden político basado en la reorganización de los diferentes grupos sociales en un partido inspirado en las políticas de masas de gobiernos autoritarios, por lo que los ideales revolucionarios pronto se disolvieron en políticas corporativas que retrasaron nuevamente la utopía democrática. Buena parte del revisionismo historiográfico se basó en una pregunta que aún es difícil explicar a los alumnos: ¿cómo fue que un gobierno que se decía revolucionario terminara asesinando a estudiantes en la plaza de las tres culturas?
Los últimos treinta años han mostrado las dificultades para llevar a cabo un proceso de democratización amplio y que trajera consigo mayor justicia social. Nuevamente nos enfrentamos a los viejos fantasmas de la confrontación que han impedido llevar a cabo proyectos en común, lo cual nos habla del fracaso de la política. Porque a final de cuentas una buena política no sólo implica tener buenas intenciones, sino tener la capacidad de llevarlas a cabo a partir de nuevos consensos. Tenemos otra oportunidad histórica que ojalá sepamos aprovechar.