El péndulo mexicano
Una de las características del ejercicio del poder en el Antiguo Régimen, antes del Leviatán como lo señalara bien António de Hespanha, lo fue la existencia de diferentes instancias (como la familia, la iglesia, las alcaldías, las audiencias, los virreyes, etc.) que actuaban no bajo un orden jerárquico necesariamente, sino como parte del Pater familias en donde el rey era el gran padre proveedor en la idea de los Austrias, dentro de un sistema plural (polisinodal) que establecía infinidad de contrapesos contra actitudes tiránicas de algunos funcionarios, lo que también propiciaba constantes conflictos jurisdiccionales que el rey y su Consejo de Indias resolvían escuchando a las diferentes partes o bien a través de juicios de residencia. Un ejemplo claro de ello lo fue la Audiencia de Guadalajara que, frente a las prácticas tiránicas del virrey marqués de Villamanrique a fines del siglo XVI, los oidores o jueces de dicha Audiencia lograron incluso desterrar a dicho virrey, con el apoyo desde luego del Consejo de Indias, en la llamada “guerra de Guadalajara”. De tal manera que, para contener el absolutismo de algunos virreyes, las Audiencias jugaron un papel relevante en el ejercicio de la justicia, hasta la llegada de los Borbones. A partir de entonces las ideas absolutistas comenzaron a fortalecerse, al grado de que los viejos reinos se convirtieron en colonias y con ello trastocaron un sistema plural y más descentralizado.
De hecho, en una mirada de largo plazo de nuestra historia, en una suerte de péndulo histórico, nuestro sistema político ha estado oscilando entre dos grandes modelos de ejercicio del poder: el de los Austrias que ha sido caracterizado como una Monarquía pluricéntrica, y el de los Borbones que terminó por centralizar las principales funciones de hacienda, guerra y justicia. Al momento de la independencia, y gracias a la Constitución de Cádiz, las provincias por ejemplo novohispanas, así como los cabildos especialmente indígenas, reconstruyeron la vieja territorialidad iniciada desde el momento mismo de la colonización (de ahí la geopolítica un tanto abigarrada de las divisiones territoriales de nuestra república), y proclamaron una soberanía que llegaría a competir incluso con la soberanía del Estado central. Ello fue la causa por la que esta doble o triple soberanía proclamada en la Constitución de 1824, terminaría por propiciar cientos de rebeliones durante los primeros cincuenta años de vida independiente, proclamando principalmente reclamos de soberanía, mostrando con ello que nuestro diseño constitucional de distribución de poderes no reconoció originalmente la primacía del poder y la soberanía central del estado mexicano.
Dentro de la separación de poderes, en estos primeros años el predominio del poder Legislativo frente a los otros dos poderes fue el determinante, dada la exigencia de representación de las soberanías de los estados de la república, al grado de que este “provincianismo” o regionalismos impidieron por ejemplo la construcción de una hacienda nacional fuerte, ya que dependían del llamado “contingente” que proporcionaban irregularmente los diferentes estados. Con la Reforma impulsada por Juárez, y sobre todo por la centralización del poder de Díaz, sería el ejecutivo el que tereminaría por dominar a los otros dos poderes, de tal forma que se conformaría incluso después de la Constitución de 1917 el presidencialismo mexicano, con prácticas incluso metaconstitucionales.
En esta perspectiva de largo plazo, los primeros años del México independiente fueron años sobre todo de una gran descentralización y “anarquía”, como la llamaron los historiadores porfiristas como Justo Sierra, para pasar luego a otra etapa de gran centralización iniciada por la dictadura de Porfirio Díaz. Ciertamente la revolución mexicana significó nuevamente la erupción de las diferentes regiones, Porfirio Díaz dijo en su exilio que “habían desatado al tigre”, y no sería sino hasta la muilitarización posrevolucionaria y la fundación del Partido de la Revolución Mexicana que se iniciaría un nuevo proceso de centralización en el siglo XX mexicano.
En toda esta historia de largo plazo, el papel del poder judicial fue replegarse a los otros poderes, salvo honrosas excepciones, contraviniendo con ello una de las proclamas del “oráculo de Montesquieu”, es decir la separación de funciones para ejercer pesos y contrapesos en el ejercicio de poder. Con una idea que será central: la colaboración antes que la confrontación para un desempeño acorde a un Estado moderno y de derecho, para garantizar fundamentalmente los derechos individuales y sociales de acuerdo a nuestra propia tradición liberal. Para ello, la organización y distribución de las diferentes facultades y competencias del Estado es una de las principales responsabilidades de quienes ejercen el poder. No se trata de repetir, como lo comentan algunos historiadores cercanos al actual régimen, de que la historia del poder judicial ha estado a final de cuentas vinculada a los otros poderes, y en donde el “pragmatismo” del que hace gala el actual presidente es visto por éstos como otro gran logro de la capacidad política presidencial. Por el contrario, a partir de los procesos de democratización en los últimos treinta años, y también de una mayor descentralización del poder con muchas dificultades y errores (como el darles cheques en blanco a los gobernadores) se fue conformando un poder judicial basado en un servicio civil de carrera que había funcionado para consolidar, lentamente y con muchos desaciertos si se quiere, un poder de manera autónoma. Al no reconocer esta historia reciente, la actual reforma del poder judicial lo que viene a instaurar es a final de cuentas un nuevo episodio de centralización del poder, impidiendo con ello uno de los principios del espíritu de las leyes, es decir, la distribución y separación de capacidades institucionales para garantizar la defensa ciudadana frente a los abusos del poder.
La manera en que incluso se llevó a cabo la reforma judicial de la 4T, ha sido una lección negativa sobre el papel del “pragmatismo” en política, es decir de que el fin justifica los medios, regresando a un primitivo maquiavelismo que nos muestra que no hemos aprendido social y políticamente nada después de las grandes tragedias del siglo XX. Quienes lograron ver lo que causaba estas tragedias, como Albert Camus frente al dogmatismo de Sartre, fue precisamente advertirnos que no es suficiente enarbolar las buenas intenciones y fines de las prácticas políticas, sino que los medios en que se intenta alcanzarlos son fundamentales. Ese viejo “pragmatismo” de que el fin justifica los medios, representa lamentablemente una desastrosa lección de política, sobre todo cuando estructuralmente se concentra el poder en unos cuantos.