Entre censura y responsabilidad social —o la tentación del Gran Hermano

En lo personal considero que los narcocorridos y algunos subgéneros musicales como el reggae, reguetón, el hip-hop y corrido tumbado, por mencionar algunos de los más polémicos en los últimos años, son expresiones culturales que poseen un valor musical que se puede considerar estéticamente deficiente, incluso de mal gusto y con una baja calidad al compararlos con otros géneros y estilos musicales. Pero estos géneros son productos culturales que son el reflejo de contextos sociales específicos.
Parafraseando a Pierre Bourdieu: las prácticas culturales no son neutras, sino que están atravesadas por relaciones de poder y habitus que moldean tanto la producción como el consumo de bienes simbólicos.
Estos géneros musicales NO CONTRIBUYEN A NORMALIZAR UNA PRÁCTICA DE VIOLENCIA O ILEGALIDAD, estas ya están normalizadas e interiorizadas por sus reproductores y consumidores, porque la población que los consume y reproduce ya poseen con anterioridad los significantes culturales que les permiten apreciar y reproducir estos tipos de discursos y hacerlos propios.
También hay que reconocer que en el caso de los narcocorridos, estos promueven una conciencia colectiva que glorifica circunstancias sociales específicas, como el sexo, la violencias, la drogadiccion y la corrupcion entre otros muchos males sociales, productos que reflejan regularmente un origen de condiciones de marginación y pobreza material así como pobreza cultural, que impide que el sujeto o individuo posean un mayor repertorio de sintagmas culturales que le faciliten un asenso social por los canales normales de la meritocracia como la educación y los grupos de parentesco, lo que les deja lamentablemente a los individuos pocas alternativas de desarrollo personal con lamentables consecuencias que se encuentran englobadas en la anomia social. Pero este proceso de circulación de sintagmas y paradigmas que permiten al individuo organizar su identidad e ideología merece explicación aparte.
Además, autores como Stuart Hall han planteado que los significados de los productos culturales no están fijos: dependen de cómo se codifican y decodifican, por lo que el papel del público es esencial para dotar de sentido (y cuestionamiento) a estas expresiones.
Lo que hay que advertir es que antes de que surgiera el narcocorrido, ya existían las condiciones culturales, o dicho de otra forma el malestar cultural dentro del inconsciente colectivo. Con estos operadores de pensamiento ya interiorizados el individuo produce, reproduce y transforma su entorno material y cultural, expresándose de diferentes maneras como lo pueden ser las manifestaciones artísticas.
No se trata de saber que es primero si la gallina o el huevo.
Se trata de resolver las condiciones culturales y económicas de una nación qué pasa por grandes crisis, y a ello se le suman políticos populistas de corto alcance intelectual y con una fuerte propensión al totalitarismo, a la corrupción y la falta de transparencia.
Prohibir los narcocorridos
En este tenor tenemos que referentes por partes: los narcocorridos forman parte de una tradición narrativa dentro de la música popular mexicana, con raíces en los corridos revolucionarios. Sin embargo, han evolucionado en algunos casos hacía la apología de figuras del crimen organizado, lo cual ha sido objeto de debate académico y político.
La propuesta del diputado federal Arturo Ávila para reformar el artículo 208 del Código Penal Federal —a fin de penalizar contenidos mediáticos que, según su visión, glorifican el crimen o la violencia contra las mujeres— nos enfrenta a una discusión urgente sobre los límites de la libertad de expresión y la siempre latente tentación autoritaria del Estado.
Aunque Ávila afirma que su intención es proteger a la sociedad, especialmente a las mujeres, del impacto de mensajes que normalizan la violencia, lo cierto es que la iniciativa se inscribe en una lógica de control discursivo que recuerda, inquietantemente, al universo descrito por George Orwell en en su novela 1984.
En la novela de 1984, el Partido gobernante impone una estricta vigilancia sobre el pensamiento individual a través del “crimental” (crimen de pensamiento), el “doblepensar” y la “neolengua”: mecanismos que no sólo castigan las acciones, sino que buscan regular lo que las personas pueden pensar, imaginar o expresar.
De manera similar, la iniciativa de Arturo Ávila abre la puerta a que el Estado —a través del Ministerio Público— pueda determinar arbitrariamente qué tipo de contenido constituye una “apología del delito”. Sin criterios objetivos, esta discrecionalidad podría convertirse en una herramienta de censura bajo un barniz de legalidad, criminalizando el arte, el entretenimiento o incluso la crítica social que se atreva a representar el crimen, aunque sea con fines reflexivos o estéticos.
George Orwell advertía sobre los peligros de un Estado que vigila no sólo lo que hacemos, sino también lo que decimos y pensamos. La frase “La libertad es la libertad de decir que dos y dos son cuatro”, resuena hoy ante propuestas que pretenden definir unilateralmente qué contenidos son aceptables para la ciudadanía. Si se normaliza el castigo por representar temas sensibles, aunque sea desde la denuncia o la metáfora, habremos caído en una pendiente resbaladiza hacia una forma moderna de Ministerio de la Verdad.
La cultura como antídoto: ¡formar públicos, no prohibirlos!
Resulta necesario, entonces, dejar de mirar la censura como una herramienta legítima para combatir la violencia. La narcocultura y el crimen organizado no se combate prohibiendo canciones, sino construyendo ciudadanía desde la raíz. La glorificación del delito no surge en el vacío: es síntoma de un déficit profundo en el acceso a la educación, al arte y a las oportunidades económicas y culturales. Con esta postura de censura ¿Cuántos corridos sobre la revolución serían condenados?.
Los narcocorridos como hecho cultural reflejan a todas luces el abandono del Estado, donde la narco cultura como hecho social holístico construye sus propios signos, significantes y significados. Censurar por mal gusto o por faltas a la moral, son juicios morales que ponen en riesgo a la libertad misma.
En lugar de censurar el Estado debería promover políticas públicas que incentiven la formación estética de las nuevas generaciones. Las bellas artes —la música clásica, el teatro, la danza, la pintura, la literatura— son expresiones que ofrecen a todos los grupos de edad, formas de subversión verdadera: no violenta, no narcisista, sino crítica, profunda e imaginativa.
Frente a la narrativa del poder por la vía de las armas, está la narrativa del poder por la vía de la palabra, de la armonía, de la sensibilidad.
El narcocorrido es una manifestación cultural, que revela los valores de una población que carece entre muchas cosas como ya mencioné, de seguridad social, por una vida reflejada en la ausencia del Estado de Derecho.
El narcocorrido como otras expresiones culturales no son el virus, bacteria o germen que daña al tejido social, si no que son el síntoma de la enfermedad, la enfermedad entonces es un Estado ausente y carente de la capacidad de garantizar la seguridad y la legalidad a toda la población.
Prohibirlos no soluciona nada.
Por el contrario, educar en la apreciación de la música clásica, la ópera, el jazz, el arte contemporáneo o la poesía, no es un lujo elitista: es una estrategia de transformación social. La cultura que humaniza es la mejor respuesta frente a la cultura que cosifica. Los jóvenes y en general todos los públicos, no necesitan que se les niegue el acceso a ciertos contenidos, sino que se les ofrezcan otros con mayor profundidad, estética y capacidad de resonar con su experiencia vital.
Por tanto, más que perseguir penalmente a quienes producen contenidos culturales incómodos, el verdadero reto está en crear alternativas viables y atractivas. No se trata de imponer cánones desde el Estado, sino de crear condiciones para que emerjan nuevos públicos, críticos y exigentes, que no acepten la violencia como espectáculo, sino que reconozcan en el arte un espacio para el pensamiento y la emoción colectiva.
Lamentable que personajes que se dicen de izquierda, den muestras de pensamientos totalitarios y cosificantes en lugar de preocuparse por generar políticas que eduquen en la tolerancia, el respeto y en la creencia en instituciones sociales que respeten la diversidad y las diferentes formas de expresión dentro de un Estado de Derecho.
¡Cuidado con el gran hermano, quiere tomar el control!