Escándalo sobre espionaje político: ¿quién vigila a los vigilantes?

Escándalo sobre espionaje político: ¿quién vigila a los vigilantes?

 

 

La política mexicana, como si fuera una serie que nunca cambia de guion, vuelve a enfrentarse a su viejo dilema: ¿quién pone las reglas y quién se las salta… con elegancia? Esta vez, el foco apunta al empresario de armas y bienes raíces devenido en político: Arturo Ávila Anaya, actual diputado federal de Morena y vocero de la bancada. Ahora acosado por los panistas en San Lázaro.

No es por una propuesta brillante ni por su defensa de los derechos ciudadanos que acapara titulares. No. Lo que lo tiene bajo los reflectores es una historia que huele a espionaje, a negocios turbios con el Ejército y, como si no bastara, a una casa de lujo en California que grita opulencia.

De acuerdo con una nueva investigación de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), Ávila aparece como fundador de Share y Asociados, empresa que sirvió de intermediaria para que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) adquiriera nada menos que 600 licencias del sistema de espionaje “Galileo”, una herramienta digna de novela distópica. La operación ocurrió durante el sexenio de Peña Nieto y costó alrededor de 2.8 millones de euros. Un monto que no se saca del bolsillo trasero.

Pero lo que enciende las alarmas no es solo el dinero, sino cómo se manejó todo. Porque cuando llegó la hora de enfrentar un litigio por incumplimiento de contrato ante la Suprema Corte… bueno, el diputado tuvo “problemas de localización”. Domicilios inconsistentes, evasivas, papeles que no llegan. Viejos trucos de quien parece conocer bien los recovecos del sistema.

Y es que, como reza el dicho, “para ser hay que parecer”, y la verdad es que Arturo Ávila nunca ha logrado parecer lo que dice ser: un empresario exitoso hecho a sí mismo. Más bien, siempre ha estado cerca de los poderosos, de las cámaras, de los reflectores… pero no de la transparencia.

Lujo versus austeridad: la casa que incomoda

Y si la historia ya era incómoda, hay más. En marzo de 2024, Ávila compró una propiedad de ensueño —o de escándalo— en Rancho Santa Fe, California, valuada en 4.8 millones de dólares. Viñedos, alberca, jardines que parecen de catálogo… y una hipoteca de casi 2 millones de dólares. No está mal para alguien que enarbola el lema de “primero los pobres”.

Él se defiende. Dice que la compró antes de asumir un cargo público, que todo está en regla, que se dedica al “flipping” inmobiliario (ese negocio de comprar barato y vender caro). Pero hay algo que no termina de cuadrar. Porque una cosa es hacer negocios, y otra vivir en una burbuja de lujo mientras se habla de redistribución, justicia social y austeridad republicana.

Y claro, dentro del propio Morena hay quienes no están muy cómodos. El delegado federal en Aguascalientes, Aldo Ruíz Sánchez, no se anduvo con rodeos: “No es moral”, sentenció. Y tiene razón. Porque en política, como en la vida, no todo lo legal es ético, y eso importa. O al menos debería importar (Infobae, Newsweek Español).

PAN exige rendición de cuentas

Y claro, la oposición no tardó en lanzarse. Este 5 de agosto, la bancada del PAN pidió formalmente crear una comisión especial para investigar al legislador. ¿Las razones? Sospechas de corrupción, tráfico de influencias y contratos opacos con Pemex, Sedena, el Banco del Bienestar… el combo completo.

Además, se mencionan supuestos vínculos familiares con personajes del salinismo y hasta con el crimen organizado. Todo dicho con ese tono entre insinuación y amenaza que tanto se estila en la política mexicana. Nada está confirmado, pero las señales son más que suficientes para prender las alertas. Sobre todo porque Ávila ya ha dejado entrever sus aspiraciones para gobernar Aguascalientes en 2027.

Los panistas van más allá: proponen incluso el desafuero del diputado. Aseguran que tiene más de 42 expedientes judiciales electorales, denuncias por falsedad patrimonial y enriquecimiento inexplicable. En resumen: un historial que hace ruido. Mucho ruido (Proceso, El Financiero).

¿Servir o servirse?

Y entonces, uno se pregunta lo inevitable: ¿qué pasa cuando un legislador aparece metido en negocios de espionaje estatal? ¿Qué mensaje se manda cuando quien habla de justicia social vive en una mansión con viñedos? ¿Quién detiene este tipo de desfiguros?

Y lo más grave: ¿cómo confiar en alguien que, además, impulsa leyes para censurar expresiones culturales, artísticas o comunitarias, como si el arte o la crítica fueran enemigos del Estado? Es difícil no pensar en Orwell, en ese «crimental» que castiga no lo que haces, sino lo que piensas, y más aún que cuando los que son los responsables de aplicar la ley son partícipes y reproductores de esa misma cultura a la que dicen tratar de limitar.

Porque al final, no se trata solo de si todo está declarado, si los papeles están en orden o si los contratos tienen sello oficial. El tema va más allá. En un país donde la confianza hacia los políticos está por los suelos, la legitimidad no se gana con actas notariales, sino con coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.

El caso de Ávila es una radiografía brutal de ese viejo mal: la zona gris donde se cruzan los intereses privados y el poder público. Donde los principios se doblan como varillas ante un huracán. Y donde, en lugar de rendir cuentas, se responde con arrogancia o cinismo.

Él dice que no tiene nada que esconder. Pero el problema no es solo lo que dice… es lo que se nota. Y lo que se nota es opaco. Difuso. Contradictorio.

Porque ya llegamos a un punto donde el cinismo político es tan grande, que cuando alguien parece estar diciendo la verdad, dudamos. Y eso, en una democracia, es devastador.

Entonces, ¿es esto una cacería política del PAN? ¿O estamos ante una red real de corrupción que merece investigarse a fondo?

Sea cual sea la respuesta, hay algo que no podemos soltar: lo mínimo que se espera de quienes nos representan es claridad. Y lo cierto es que, en este caso, todo está muy lejos de ser claro.

Diego de Alba Casillas

Dr. en Ciencias Antropológicas por la UAM-I. Sociólogo de profesión por la UAA. Aprendiz de reportero. Licenciado en Derecho.

Diego de Alba Casillas

Dr. en Ciencias Antropológicas por la UAM-I. Sociólogo de profesión por la UAA. Aprendiz de reportero. Licenciado en Derecho.

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