La Pona: última frontera ecológica de Aguascalientes

La Pona: última frontera ecológica de Aguascalientes

Aguascalientes está viviendo una disyuntiva decisiva: elegir entre el crecimiento urbano mal planeado o la conservación responsable de su patrimonio natural. El caso de La Pona, reserva ecológica situada en el oriente de la capital, ha dejado de ser un asunto meramente ambiental para convertirse en un símbolo de la lucha por el derecho a la ciudad, por la soberanía sobre el territorio y por el futuro común de sus habitantes.

En este contexto, el pensamiento del sociólogo Henri Lefebvre ofrece claves fundamentales para entender lo que está en juego. Su concepto del derecho a la ciudad no se limita al acceso físico al espacio urbano, sino que implica la participación activa en su producción y transformación. Desde esta perspectiva, los intentos por privatizar o urbanizar La Pona constituyen una negación de ese derecho, al sustraer a la ciudadanía de los procesos de decisión sobre su entorno y romper los lazos simbólicos, sociales y ecológicos que vinculan a los habitantes con ese territorio.

Por su parte, el geógrafo y teórico marxista David Harvey ha señalado que el modelo neoliberal de urbanización tiende a convertir el suelo en mercancía, facilitando procesos de acumulación por desposesión. La expansión de fraccionamientos y megaproyectos habitacionales en Aguascalientes no responde a las necesidades colectivas, sino a los intereses del capital inmobiliario o mafia inmobiliaria, que ve en terrenos como La Pona un recurso a explotar. En ese sentido, la lucha por su conservación es también una resistencia contra una lógica que subordina la vida y el ambiente al beneficio económico de unos pocos.

La investigadora Ana Esther Ceceña, desde una mirada latinoamericana y descolonial, subraya que los territorios no son simples extensiones geográficas, sino espacios cargados de historia, significados y formas de vida. Desde su visión, la defensa de La Pona puede leerse como una afirmación de la soberanía territorial de las comunidades frente al extractivismo urbano y la lógica depredadora del mercado.

Lo que está en juego no es solo la vegetación o la fauna local, sino una forma de habitar, de vincularse con la tierra y de proyectar un futuro común, lo cual ya es un tema politizado al tratarse completamente de una disputa social que reclama su identidad.

La disputa por La Pona, entonces, condensas tensiones estructurales entre dos modelos de ciudad: uno basado en el crecimiento desregulado, vertical y excluyente; y otro que, apuesta por la sustentabilidad, la participación comunitaria y el reconocimiento de los bienes comunes como pilares del bienestar colectivo. Como advierten estos pensadores, el espacio urbano no es neutral: es un campo de lucha. Y en Aguascalientes, esa lucha se libra hoy entre el concreto y el monte, entre la especulación y el arraigo, entre el despojo y la dignidad.

No es una exageración decir que lo que ocurre en La Pona es un microcosmos de los conflictos contemporáneos entre urbanización desmedida y sustentabilidad ecológica. Este predio, que alberga uno de los últimos fragmentos de matorral espinoso y cumple funciones vitales como la recarga de mantos acuíferos y la captura de carbono, ha sido objeto de múltiples intentos de urbanización desde 2010. La más reciente amenaza vino acompañada del ingreso de maquinaria para abrir una vialidad sin contar con manifestación de impacto ambiental ante SEMARNAT ni notificación a PROFEPA. Esto, de por sí, revela un patrón alarmante de negligencia institucional y desdén por los marcos legales de protección ambiental.

En este contexto, la declaración del alcalde Leonardo Montañez, pidiendo que el tema “no se participe”, resulta por lo menos ambigua. Más allá de las buenas intenciones que pueda tener el edil al establecer una mesa de diálogo, la advertencia de no «politizar» el conflicto corre el riesgo de trivializar un problema público profundamente político, en el sentido más amplio y democrático del término. Pero claramente Leonardo Montañez está mostrando una corta capacidad de visión sobre la dimensión de la disputa en estos momentos referentes a la Pona, ya que su declaración desafortunada deja ver lo pobreza de sensibilidad y pensamiento o la carencia de escrúpulos, para verdaderamente tomar la decisión de terminar de una vez por todas con esta discusión que parece ser año con año revive, deja de culpar a los partidos políticos y acepta los beneficios ecológicos para la ciudad y genera una estrategia para expropiar el predio y entregarlo a la ciudadanía como un parque público. En cosas menos importantes se gasta el recurso de los hidrocálidos.

La defensa del territorio, del agua y del derecho a un ambiente sano es, necesariamente, un acto político. No partidista, pero sí ciudadano, colectivo y estructural.

La diputada Genny López, por su parte, ha adoptado un enfoque más claro: legislar para prohibir construcciones en La Pona durante al menos dos décadas. Esta medida, aunque insuficiente sin una declaratoria de protección federal más amplia, muestra que sí es posible convertir la presión social en acción institucional concreta. La participación de colectivos ciudadanos como “Salvemos La Pona” ha sido crucial para mantener viva esta agenda, recordándonos que la conservación del espacio público no es una dádiva del poder, sino un derecho ganado con organización y perseverancia.

El discurso ambiental no puede aislarse de otros temas críticos. La zoofilia, el maltrato animal, la privatización de bienes comunes y la falta de educación ambiental son síntomas de una misma crisis ética. La devastación de La Pona y el abuso hacia animales revelan la misma lógica de cosificación de la vida. Si no reconocemos la conexión entre todas estas formas de violencia, seguiremos atacando los síntomas sin comprender la enfermedad.

Desde la antropología, la ecología política y la sociología urbana, el caso de La Pona representa un nodo donde convergen los debates sobre justicia ambiental, gobernanza participativa y modelos de desarrollo. No se trata de “equilibrar” el interés de los propietarios con el de los ciudadanos como si fueran planos equivalentes. La tierra no es un bien intercambiable como lo sugiere la narrativa del “diálogo sin vencidos”. Es un bien común que cumple funciones ecosistémicas esenciales para la vida colectiva, especialmente en un estado con estrés hídrico crónico como Aguascalientes.

Por eso urge una política pública que esté a la altura de la emergencia ecológica. Declarar el 100% del predio de La Pona como Área Natural Protegida permanente no es una concesión radical, es una necesidad racional. No basta con detener las máquinas temporalmente ni con esperar que las mesas de diálogo lleguen a un consenso cómodo. Lo que se necesita es una posición firme: o se protege La Pona, o se acepta una pérdida ambiental irreversible.

Los habitantes de Aguascalientes deben preguntarse: ¿qué tipo de ciudad queremos heredar? Una ciudad sin árboles, sin agua, sin sombra, sin memoria; o una ciudad que apuesta por la vida, por la justicia intergeneracional y por la resiliencia ecológica. La Pona es el límite. Y también la posibilidad.

Esta puede ser una de las ultimas llamadas de una ciudadanía a un grupo de líderes y políticos, antes de voltear definitivamente a otras opciones.

Diego de Alba Casillas

Dr. en Ciencias Antropológicas por la UAM-I. Sociólogo de profesión por la UAA. Aprendiz de reportero. Licenciado en Derecho.

Diego de Alba Casillas

Dr. en Ciencias Antropológicas por la UAM-I. Sociólogo de profesión por la UAA. Aprendiz de reportero. Licenciado en Derecho.

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