TOROS: LIBERTAD, SANGRE Y EMPATÍA

TOROS: LIBERTAD, SANGRE Y EMPATÍA

Una cornada, con la carne desgarrada y la sangre derramándose en la arena, provoca un estremecimiento visceral. El dolor humano, genuino y manifiesto, como el que sufre un torero desangrándose con el riesgo de perder la vida, despierta una empatía que debe trascender lasopiniones sobre la tauromaquia. Esta empatía no es ciega ni se somete a caprichos emocionales particulares; es una respuesta natural ante el sufrimiento extremo, arraigada en la naturaleza cooperativa de nuestra especie. Regocijarse en tal dolor no es solo crueldad; revela una desconexión profunda, un eco de frialdad patológica. Esta empatía, centrada en la humanidad del que sufre, no implica aprobar sus elecciones, sino reconocer su padecimiento en un momento crítico.

La tauromaquia no es una pasión universal, y su simbolismo o estética no resuena con todos. Si las corridas desaparecieran, muchos no sentiríamos una pérdida significativa. Sin embargo, defender el derecho a practicarlas no se trata de exaltar los toros, sino de proteger la libertad. La libertad es indivisible: restringirla para un grupo amenaza la de todos. Permitir que los taurinos ejerzan su tradición sin coerción es salvaguardar el derecho colectivo a elegir las propias pasiones. La lucha por la tauromaquia es, en esencia, una lucha por la autonomía de cada individuo frente a imposiciones externas.

Los toreros eligen enfrentarse al peligro. Cada pase en la plaza es un acto voluntario que conlleva riesgos graves: lesiones, incluso la muerte. Nadie puede clamar injusticia ante una cornada, ni demandar que la sociedad asuma los costos de sus decisiones. Esta responsabilidad individual define la libertad, pero no anula la empatía hacia el dolor humano evidente, como el de un torero herido de gravedad. Cuestionar la tauromaquia es legítimo, pero alegrarse del sufrimiento de quien enfrenta la muerte es un acto que deshumaniza. La autonomía y la compasión ante el dolor manifiesto y evidente no son opuestas; son pilares complementarios de una sociedad ética.

La libertad tiene un alcance preciso. Es la ausencia de coerción, el derecho a actuar sin que el Estado imponga una manera de pensar o vivir. No es la obligación de la sociedad de celebrar o glorificar las elecciones de un grupo. Los taurinos merecen asistir a las corridas sin prohibiciones, pero no pueden exigir que todos exalten su tradición. Los símbolos públicos, como monumentos o celebraciones, deben reflejar consensos amplios, no agendas particulares que busquen imponer una visión cultural sobre las demás.

Las corridas de toros, como cualquier expresión cultural, pueden desvanecerse. Si la gente deja de asistir o si económicamente dejan de ser viables, su desaparición será un proceso natural, como ocurre con cualquier práctica que pierde relevancia. Lo inaceptable es que el Estado, impulsado por grupos intolerantes, las prohíba mediante la fuerza. Imponer restricciones a las sensibilidades estéticas o culturales desde el poder es un acto totalitario. La diversidad cultural debe protegerse, siempre que no vulnere derechos fundamentales. Prohibir las corridas no solo limita la libertad de los taurinos; establece un precedente que pone en riesgo la autonomía de todos.

La defensa de la tauromaquia no es un elogio de los toros, sino un compromiso con un principio: la libertad solo existe si es para todos. En una sociedad plural, la empatía ante el dolor humano genuino, como el de un torero al borde de la muerte, une a pesar de las diferencias. La libertad permite la coexistencia de diversas pasiones sin imposiciones. La intolerancia que prohíbe y la crueldad que celebra el sufrimiento humano son amenazas a estos valores. Rechazarlas es construir un mundo donde la autonomía, la compasión ante el dolor evidente y el respeto sean los cimientos de la convivencia.

Alan D Capetillo
Alan D Capetillo

Alan D Capetillo

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