Villa paz
Carmelo entró a su oficina con evidente enfado. Casi rompe el cristal esmerilado que anuncia su nombre y su puesto en la empresa, y por supuesto, el nombre de la empresa:
“ARTE EN CRISTAL”
J. Carmen Alarcón M.
Ventas
Tras él, profundamente preocupada entra Margarita, su secretaria por los últimos 12 años.
–¿Se siente bien, señor Alarcón? ¿Pasa algo?
–Sí, pasa algo. Un error en el diseño de los ceniceros del Hotel Plaza.
–¿Un error?
–Sí. El departamento de fotografía confundió los tonos de color del dibujo del logotipo del hotel, y ha sido detectado cuando ya se ha impreso la mitad del pedido.
–Pero esa no es su culpa, señor Alarcón.
–Dígaselo al señor Vincent, que me hace responsable porque yo recibí el diseño original.
–No lo puedo creer.
–Pues créalo, Margarita. El responsable del departamento es Claudio Vincent…
–Su sobrino…
–Así es. Jamás se ha responsabilizado de sus frecuentes metidas de pata, y ahora se le ocurre al jefe que el idiota en turno para cargar con la culpa soy yo.
–¿Y es grave el error?
–En realidad sólo implica retrasar el pedido una semana. Pero Vincent me grita que si el cristal es caro, que si las horas hombre, y que si para acá o para allá.
Carmelo llevaba casi 20 años en aquella empresa, y había escalado hasta la Gerencia de Ventas, luego de algunos años de hacer méritos. Había comenzado a trabajar ahí justo un mes antes de que muriera D. Giuseppe Vincent, italiano llegado al país hacia principios del S. XX. Arte en cristal, por muchos años la única empresa dedicada a la elaboración de cristal cortado con diseños especiales en la entidad. Además de ser productos elegantes, de excelente presentación, eran considerablemente más accesibles que sus similares importados de otros países con esta tradición.
A la muerte de D. Giuseppe, le había sucedido en la gerencia el hermano de éste, D. Carlo, quien profesaba una casi adoración por el único hijo de su hermano fallecido, a pesar de que Claudio, el sobrino, no era en absoluto ni brillante en su trabajo, ni cuidadoso, aunque nadie podría decir que fuesen de mal trato los Vincent, salvo cuando había que cargar con las culpas –frecuentes– de Claudio.
–Tome, señor Alarcón, le preparé un café. ¿Ya se siente mejor?
–Gracias, Margarita. Me ayudará mucho. Como siempre usted tan atenta.
–No se preocupe, señor, es mi trabajo.
–No, Margarita, usted no tendría por qué hacerla de mi enfermera.
–No exagere, señor Alarcón. Sólo es un café.
–Gracias.
La jornada transcurrió con normalidad, si normal era recibir noticias desagradables de todos los departamentos de la empresa.
Como todos los días, al salir hacia su hogar, un taxi le esperaba a Carmelo que desde hacía ya casi 5 años le hacia el servicio de transporte.
Siempre es más cómodo que lidiar con el tráfico, sobre todo por la tarde en que el tráfico se ponía imposible.
Por supuesto, don Zenaido, el chofer del taxi, ya había aprendido a conocer y estimar a Carmelo, que pasó de ser señor, a secas, a señor Alarcón, y luego a don Carmelo.
Aquella tarde, José Carmen Alarcón, iba más cansado e irritado que de costumbre. No había trascurrido más de media hora continua, sin que en su oficina sonara el teléfono con algún nuevo motivo de angustia: problemas con algunos materiales, pedidos cancelados, cambios de última hora, etc. Cuando Zenaido le preguntó si se detendrían como a veces lo hacían en el supermercado, Carmelo ya no le contestó; iba profundamente dormido.
…Mire, don Carmelo, estamos pasando por Villa Paz.
–¿Por dónde?
–Villa Paz. Es un pequeño pueblo, pero mire que tranquilidad.
En efecto. Carmelo pudo constatar desde su ventanilla que el lugar aquel, que nunca había visto ni del que recordaba haber oído hablar jamás, trasmitía paz y se veían sus escasos pobladores con un semblante de absoluta felicidad.
–¿Y este pueblo? ¿De dónde salió?
–¿No lo recuerda? Siempre pasamos por aquí, está en la ruta hacia su casa.
–¿Sí? Pues yo no lo recuerdo…
–¡Despierte, don Carmelo! Ya llegamos.
–¿Eh? ¿A dónde?
–¿Cómo a dónde? ¡Pues a su casa!
–¿Y Villa Paz?
–¿Villa… qué?
–¡Villa Paz, el pueblo que me señalaste.
–Seguro lo soñó, don Carmelo, se durmió casi de inmediato que salimos.
–Oh, pero… fue un sueño muy agradable. Hasta mañana, Zenaido.
–A las 7:00 en punto, como siempre. Buenas noches.
Aquella noche durante la cena, Carmelo comentó aquel extraño sueño con su esposa, pero esta no le prestó mucha atención. Su matrimonio no marchaba muy bien desde hacía tiempo, y lo habitual era que discutieran, por lo general por cuestiones monetarias.
Al día siguiente, las cosas en la oficina no fueron más agradables que el día anterior. Esta vez no fue suficiente el cafecito… hubo que agregar un par de tranquilizantes. Margarita le sugirió incluso que sería conveniente que se marchara a casa antes de lo habitual, pero Carmelo le respondió que sería complicado hablar con su taxista y no querría otro.
–Estaré bien, Margarita, sólo no me pase más llamadas. Diga que estoy ocupado, que ando por algún otro departamento, y si llama alguno de los jefes, dígales que estoy en el baño. Ah… Margarita, ¿alguna vez oyó hablar de Villa Paz?
–¿Es un hotel?
–¡No! En teoría sería algún pequeño poblado por algún sitio entre la oficina y mi casa.
–Pues no, señor, pero investigaré.
–Gracias, Margarita no esperaba menos.
Quizá por la tensión de la jornada, o quizá por el efecto de los tranquilizantes, pero Carmelo volvió a quedarse dormido apenas subió al auto de Zenaido.
–¿Ya pasamos por Villa Paz, Zenaido?
–No, apenas nos aproximamos. Es muy notorio, mire: la vegetación se hace más frondosa y hasta el aire se siente más limpio y fresco.
–Es verdad, Zenaido. ¿Podrías parar un momento?
–Discúlpeme, don Carmelo, pero llevo el tiempo justo. Le dejo en su casa, y apenas llego a tiempo a cumplir otro compromiso.
–Oh, bien, no te preocupes. Otro día será.
–Llegamos.
–¡Eh!
–Je, je, je, –sonrió Zenaido sin asomo de burla– volvió a hacer todo el viaje dormido.
–Así parece. Gracias. Hasta mañana. Que llegues a tiempo a tu compromiso.
Zenaido volvió a sonreír, se despidió y ya en camino, pensó para sí: “¿De qué compromiso hablaba?”
Esa noche se propuso a tener una conversación más “civilizada” con su esposa.
–No creo ser yo el problema, Carmelo, eres tú el que cada día estás más distante. Llegas tan cansado o fastidiado, que he llegado a pensar que ya ni te das cuenta si estoy o no. En las últimas semanas, te he hecho algunas preguntas que no sólo no has respondido, sino que parece que ni las has oído.
–Perdona, Alicia, no es mi intención ser descortés o desatento. Yo te amo como siempre, pero cada día me pesa más el trabajo en “Arte…”
–¡Pues déjalo!
–Sabes que no tenemos ahorros, y salvo esta casa y lo que ella contiene, no poseemos nada más. ¿De qué viviríamos?
–Hay otros trabajos…
–Sí, pero a mi edad…
–Yo podría trabajar, sabes que soy buena como secretaria.
–No, Alicia, no lo consentiré. Tal vez sea anticuado, pero yo prometí ser el proveedor, y no quiero fallar. Además, ¿crees que podrías ganar lo suficiente para que vivamos los dos?
–Bueno, nos apretaríamos el cinturón en lo que consigues otro trabajo…
–No, Alicia. No es fácil…
–Sé que no es fácil, no me creas tan tonta.
Y por el rumbo que tomaba la conversación, entraron en un camino donde de la voz alta, pasaron a los gritos, a las descalificaciones, a los insultos… Carmelo era incapaz de tocar ni a su mujer ni a ninguna otra, así que salvo una que otro amago de levantar la mano de ambos contendientes, todo quedó en agria discusión, pero como era frecuente en estos casos, Carmelo no pudo dormir en toda la noche, de modo que el día en la oficina se hizo mucho más pesado y complicado, sobre todo porque ese día hubo Junta de Consejo, donde, como era de esperarse, le llovieron recriminaciones y regaños.
Era ya pasado el mediodía, cuando Carmelo regresó a su oficina totalmente abatido, sudoroso y con la mirada derrotada. Por primera vez en 20 años, consideraba como real la posibilidad de renunciar.
Margarita le recibió con una taza del consabido café, el par de tranquilizantes y le regaló, además, con su sonrisa, que no era poca cosa.
–Señor Alarcón, he estado investigando toda la mañana sobre ese lugar que me dijo…
–¿Y?
–Pues… salvo un asilo que lleva ese nombre, nada más.
–Un asilo… de ancianos, supongo.
–No. Es un asilo para personas mentalmente inestables.
–Margarita, nunca fue usted amante de las indirectas: ¡dígalo como es! ¡Un manicomio!
–Sí, así es, pero…
–¿Pero…?
–No veo cómo pudo verlo, señor; está en Argentina.
–No, pues no… Imposible que sea el mismo… Margarita… ¿cree usted que habría alguien que me diera trabajo a mi edad?
–Pues sí, ¿por qué no? Es usted bueno en lo suyo, honesto, honrado, responsable…
–Pero viejo, Margarita… ¡viejo!
–¡Por favor, señor Alarcón! ¿Viejo? ¡Apenas tiene 50 años!
–Sí; medio siglo…
–Pero… no estará pensando en renunciar, ¿verdad? Si es así, ¡yo renuncio inmediatamente después!
–Calma; no he dicho que vaya a renunciar… sólo pensaba. ¡Tengo tantos deseos de conocer Villa Paz!
–¿La de Argentina?
–Ja, ja, ja, No, señorita, la de aquí. Estoy cansado pero no loco, ja, ja, ja, cof, cof, cof…
Luego de la risa le sobrevino una intensa tos que casi lo ahoga. Luego de otras dos dosis de caliente café, Margarita anunció que el taxi esperaba en la puerta a su pasajero. Margarita, eficiente como solía ser, no espero la orden; ella pudo comunicarse con Zenaido, y ahí estaba, dos horas antes por su habitual pasajero.
–Gracias, Margarita, le debo una. En verdad me siento poco capaz de terminar la jornada de hoy. Avise por favor a la Gerencia…
–Ya lo he hecho, señor Alarcón. Despreocúpese. Usted sólo descanse. Siempre le digo que le hacen falta unas vacaciones, pero usted nunca me hace caso.
–Las tomaré, Margarita, verá que pronto las tomaré. Hasta mañana.
–Que descanse, señor Alarcón. Cuídese.
–Zenaido, ¿notas el aire como más fresco y con un aroma especial?
–Es el aire de Villa Paz, don Carmelo. Hoy llevamos muy buen tiempo… ¿Quiere que paremos?
–¡Sí!
Tan pronto se detuvo el auto, Carmelo bajó y a bocajarro se topó con algunos residentes del lugar, quienes lo saludaron con bastante familiaridad y calor. “¡Qué bueno que llegas a esta hora, Carmelo, la cena está servida!” –dijo un señor de porte distinguido y de edad indefinida–. “Es pescado fresco, lo he pescado yo mismo esta mañana” –Esta vez era un chamaco descalzo, con los pantalones hasta las pantorrillas sostenido por un viejo lazo a manera de tirantes, con una raída playera que había sido blanca alguna vez, y una vara con un cordel; sin duda el arma pescadicida–.
–Qué bien se está aquí en Villa Paz, son ustedes muy amables… –empezó a decir Carmelo, cuando se percató que el taxi que lo llevaba, ya no estaba. Tampoco se veía por ahí a Zenaido–. Bueno, ya regresará, mientras disfrutaré de la hospitalidad de estas buenas personas. –pensó–.
Zenaido llegó a casa de Carmelo, tocó la puerta y cuando asomó Alicia le dijo:
–Señora, no sé cómo decirlo… El señor murió en el camino. Un infarto, creo… ¿Qué hacemos?
* Basado en alguna historia
recurrente que he visto por ahí.