Violencia. Nuestra querida violencia
[bctt tweet=»… la violencia está presente como un rasgo distintivo en muchos de los seres vivos y particularmente en los seres humanos» username=»crisolhoy»]
No podría a priori afirmar que nos gusta, pero no somos dejados; decimos los mexicanos. Lo cierto es que la violencia está presente como un rasgo distintivo en muchos de los seres vivos y particularmente en los seres humanos, y de estos, más en algunos, tanto si se considera puntualizando categorías raciales o nacionales e históricas, pero es común a todos.
Si pensamos en México, territorialmente hablando, casi todo aquel conjunto humano depositado en este espacio geográfico, se ha forjado en diversos periodos históricos delimitados por las transformaciones que implicaron un momento violento. Si queremos particularizar cualquier aspecto relacionado, debemos hacerlo desde el entendido más ramplón de lo que nosotros alcanzamos a dimensionar por violencia, a partir de nuestro propio contexto; desde luego, sin perder la posibilidad de conceptualizar una generalidad. Sin embargo, esto no es per se una limitación o un prejuicio. Tan sólo es una característica. Así es el devenir de los pueblos y el de nosotros es coincidente. Por ello, aún y cuando nuestro país coincide en tratados internacionales sobre los detalles y definiciones de la violencia, la nuestra también tiene un contexto muy particular. Baste pensar en nuestra política exterior y en nuestra larga historia como nación.
No sólo en México, sino desde la generalidad histórica, las dos rutas posibles para la conquista del poder político son la vía armada y la vía pacífica. Aunque parecieran opuestas, hay que aclarar que las prácticas en una no son excluyentes en la otra. Entiéndase. Aún en tiempos de paz, con instituciones dónde la democracia permite accesos al poder dentro de escenarios competitivos legales, «equitativos» y racionales, no significa que esta vía esté exenta de actos violentos, o que conseguir estas condiciones haya sido la miel sobre hojuelas de la política. Asimismo, aún y cuando la vía armada se caracteriza por el uso de la violencia frente al Estado al coste máximo que es la propia vida, podemos encontrar en ella elementos que maximizan la solidaridad, legalidad, racionalidad, lealtad y justicia, cuyo fin necesariamente, es un desenlace en un entorno pacificado.
Lo fundamental en ambos casos, es que la premisa “conquista del poder” no deriva de un acto fútil o mundano. Tampoco se trata de una reyerta u hostilidad banal, cuya talla valdría un momento de ofuscación. Por el contrario, conquistar el poder implica una idealizada noción de la realidad qué pretende transformar el presente, así como el compromiso personal que necesariamente se adquiere derivado de la participación en acciones en pro del objetivo, sea cual fuere la vía para lograrlo.
Lo que en ambos casos es condenable no es en sí misma la violencia, sino cómo ésta se fundamenta y usa vengativa, irracional, brutal e incluso feroz o ilícitamente, contra cualquiera que sea su objetivo. Y aunque no sea lo políticamente correcto, la violencia también se justifica y tiene un grado de aplicación que resulta aceptable bajo parámetros racionales y circunstanciales, aunque a veces los fines evidentemente pueden ser muy cuestionables y pueden sólo corresponder a un interés clasista. Por ello le otorgamos el uso exclusivo de la violencia al Estado y tenemos un abanico de fuerza pública armada, procuramos la desaparición del poder absoluto y creamos categorías que especifican su uso inapropiado, como son: crímenes de guerra, violaciones a los derechos humanos o terrorismo; al igual que cuando se comete lo legalmente considerado crimen, se tienen grados y circunstancias que lo califican detallando mayormente el hecho que se juzga para ofrecer una sanción adecuada. Tal es el caso de la «brutal ferocidad».
Esto ya nos muestra que existe toda una lógica para manejar socialmente lo que consideramos violencia, así como una serie de características, grados, tipos y contextos donde la misma puede transitar de lo inadmisible a lo opuesto, aterrizándose en varios conceptos y lindándose en ciertas condiciones.[1] Ello también implica que juzgarla requiera de procedimientos de alta envergadura ética y conceptual, así como de trabajo enteramente institucional y eventualmente especializado; de lo contrario, corremos el riesgo de posicionar el hecho y sus posibles víctimas en la trivialidad, por decir lo menos. Asimismo y por obvias razones, existe la posibilidad de que el tratamiento de los hechos de esta naturaleza en cualquier forma que sea procesado no necesariamente resulte legal, imparcial, objetivo, y en todo caso, también es un factor a considerar la neutralidad ideológica, aun y cuando la ley y el principio de legalidad sean específicos con la objetividad que deben de guardar los servidores públicos al respecto, pues dicho sea de paso, mi entender considera imposible, ya que todo el tiempo nombramos, valoramos, calificamos y categorizamos aceptando y reproduciendo la ideología hegemónica del “deber ser” de las personas en este modo histórico de producción, manifiesta en el antropocapitalismo[2] mexicano, características ideológicas que incluyen específicamente a los órganos del Estado mexicano, o todo el tiempo nos defendemos de tales características para emitir juicios de valor sobre el entendimiento de cualquier tópico. Por ello, el Estado emanado del pueblo, el pueblo en sí, y su marco jurídico, no están libres de estas condicionales, que representan parte de las contradicciones del Estado frente a sus ciudadanos y se particularizan en actividades sensibles del gobierno, cómo son:
- ¿Qué ponderación hace el Estado de la violencia en cualquiera de sus formas o manifestaciones mediante la ley?
- ¿Qué capacidad tiene el Estado de atender asuntos al respecto?
- ¿Cómo se juzga a las personas involucradas independientemente de su vinculación?
- ¿Cómo determina el Estado el status de víctimas y cómo las trata?
- ¿Cómo se garantiza el desempeño de los funcionarios públicos en asuntos relativos?
- ¿Qué tipo de narrativa usa el Estado para comunicar los acontecimientos?
- ¿Cómo construye la historia de este tipo de hechos?
En síntesis, no hay nadie que pueda arrojar la primera piedra sin pecado. Aunque es preciso reconocer que todo aquel que se diga funcionario público abrazó la vía pacífica y su compromiso básico está con la legalidad y eso implica un alto grado de responsabilidad en el asunto de marras a pesar de las contradicciones.
Históricamente en tiempos de paz diversas culturas incorporaban como parte de la formación de sus entes sociales, actividades obligatorias que invariablemente hoy podríamos considerar violentas. Incluso había aquellas que eran por entera diversión, pero que formaban parte de un contexto que a la distancia, nos resulta aparentemente ajeno.
Sin embargo, tampoco estamos exentos de estos actos, ya que sutilmente hoy los disfrazamos en la parafernalia deportiva y, dentro de ella, el ideal de la justicia que mide al mejor en una competencia, que incluso violenta, puede resultar honorable.
Entiéndase que socialmente nuestra convivencia violenta puede ser sutil, pero es permanente. Aunque no ocurra un señalamiento, un acoso, una persecución, una vejación, un crimen, un disparo, o un daño; aunque no haya un 2 de octubre, Halconazo, Aguas Blancas, Acteal, Atenco, Tlatlaya, o un Ayotzinapa, una guerra de independencia, o de reforma o revolución; siempre hay violencia en alguna parte de nuestra vida que depende de nosotros aceptar o no. Hay una delgada línea que delimita una amplia diversidad respecto del papel que juega esa violencia en la vida de las personas, incluso, su empleo como instrumento lúdico y formativo dentro de las relaciones familiares y de convivencia.
Lo que resulta inadmisible hoy día es que las personas no podamos hacer distinción alguna de los contextos, de su aplicabilidad o que la refiramos trivialmente con métricas que no corresponden ni a su fundamento, objetivo, o motivación.
- Aquí podemos radicar desde los usos permitidos de la fuerza pública hasta la invasión a Irak. ↑
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Abusando de los saberes de la maestra Yayo Herrero, quien describe la existencia de una antropología propia del capitalismo y yo sintetizo en esta conjunción, el “antropocapitalismo”, es un reflejo constituido por un conjunto de valores y entendidos que describen el supuesto “ser” y “deber ser” del humano, impuestos e implantados en ambas clases sociales, principalmente en las masas oprimidas. De tal suerte, que somos los desamparados quienes la mayoría de las veces, terminamos por defender el modelo económico actual y sus procesos, como si ser beneficiados con la precariedad tuviera que agradecerse, convirtiéndonos en traidores y verdugos de nuestra propia clase. Se trata de construcciones ideológicas que corresponden a una forma mañosamente conveniente de entender la realidad, llena de introyectos psicológicos (falacias repetidas miles o millones de veces gracias a la publicidad y la mercadotecnia diseminada por los medios masivos de comunicación) o por las figuras que les conferimos cierta autoridad para creerles, haciendo este autoengaño una especie de boleto y al mismo tiempo escenario útil y esencial para continuar con el modelo económico presente. Líder, jefe, emprendedor, éxito, son algunos de los vocablos contenidos en este constructo. Y resulta mexicano porque cada estado nacional particulariza sus condiciones como el instrumento máximo de reproducción ideológica, lo que supondría rasgos comunes de un antropocapitalismo, particularizado en las características históricas de desarrollo de cada pueblo vinculado a una identidad nacionalista. ↑