Caudillos y caciques, una vieja práctica política
He mencionado en anteriores artículos la construcción de una de las utopías principales en la conformación del Estado moderno mexicano, es decir la construcción de una república federal y democrática, la cual tendría en los momentos críticos de nuestra historia como la independencia, la reforma y la revolución las expresiones más importantes de nuestro proyecto nacional. Sin embargo, como sabemos, han existido múltiples obstáculos para la conformación de este proyecto nacional.
El concepto de república (la “cosa pública”) desde la Antigüedad clásica, retomado en la época del Renacimiento, significó las formas de gobierno (incluidas las “monarquías republicanas”) que atienden el interés general y no el de uno (tiranía) o de unos pocos (oligarquía). A partir del surgimiento de los Estados nacionales, república se transformó para dar lugar a los gobiernos representativos elegidos por los ciudadanos. De tal manera que la larga marcha para garantizar elecciones libres en el caso mexicano ha tenido a partir de los años ochenta del siglo pasado, con la primera legislación favorable a la participación plural de la sociedad, su mejor expresión. El combate en este sentido a la dictadura de Díaz o al partido hegemónico del priísmo han formado parte de esa lucha por una república democrática.
Dentro de las estructuras políticas que se conformaron a partir de la independencia cabría destacar las “dos soberanías” que se garantizaron en la primera Constitución republicana: la soberanía de los estados de la república, y la soberanía del Estado central, de tal manera que buena parte del siglo XIX se caracterizó por una lucha entre las oligarquías regionales y las débiles instituciones del Estado mexicano. Más que la pugna entre liberales y conservadores me atrevo a decir que la principal lucha se dio entre las regiones y el proceso de centralización. De ahí surge la confusión sobre el concepto “federal” ya que para los caciques de las regiones significó la defensa de la soberanía estatal o municipal, y para el caudillo en turno representó centralizar el poder al grado de alegar la necesidad de una dictadura, como sucedió con Porfirio Díaz. Eso sí, una dictadura que simulaba elecciones, por lo que algunos autores de la época le llamaron “Cesarismo democrático”.
He introducido los conceptos de caciques y caudillos porque, ante la inestabilidad política y los vacíos de poder, serían los hombres fuertes surgidos o apoyados por el ejército los que entrarían en escena. Generalmente se han distinguido una figura de otra por el tipo de representación, cacique a nivel regional, caudillos a nivel nacional. Existen pocos estudios de estos personajes característicos no sólo de México sino en general de América Latina, no obstante que han marcado la historia política latinoamericana y que, desde el siglo XIX, han impedido la posibilidad de una república federal y democrática.
Uno de los primeros estudios sobre caciques y caudillos en el México decimonónico lo llevó a cabo Fernando Díaz y Díaz (1972), comparando las figuras de Antonio López de Santa Anna como caudillo, y Juan Álvarez como cacique, aunque la historia puede ser más compleja por lo que también puede distinguirse a los caciques por su política clientelar (sean locales, regionales o nacionales) y a los caudillos por ser los hombres fuertes apoyados por el ejército, ambos caracterizados por el poco respeto a las reglas y por una amplia corrupción para garantizar el clientelismo. Alan Knight, quizá el más importante historiador sobre la revolución mexicana, había advertido desde el año 2000 en plena transición democrática, que no se subestimara a estos intermediarios que han conformado una estructura política de larga duración y que han influido en toda práctica política (https://letraslibres.com/revista-mexico/cultura-politica-y-caciquismo/). Porque este tipo de liderazgos, además, suelen reinventarse a sí mismos e incluso saltar de un partido a otro, cuestión que no analizó Knight y que en los últimos años ha resultado revelador de nuestra democracia.
Un viejo amigo me ha cuestionado el por qué termino siempre mostrando la necesidad de estudiar estas figuras carismáticas, lo cual le agradezco, y le respondo que es por la importancia que han tenido en la vida política del país, más allá de las instituciones. Porque lo que hemos aprendido sobre la historia de México y de su proyecto democrático, es que en la práctica la debilidad de las instituciones políticas y los vacíos del poder del Estado nacional han terminado por fortalecer a caciques y caudillos, algunos con pretensión de permanecer en el poder indefinidamente (como Díaz), y otros que no obstante subir por votaciones democráticas terminan por minar las bases de todo proyecto democrático. Juan Linz, el brillante historiador de la política hispanoamericana, comentó que el surgimiento de figuras fuertes y autoritarias tenía que ver sobre todo por la debilidad de las instituciones que podrían garantizar la participación ciudadana. Y estas prácticas históricas afectan en mayor o menor medida a quienes ejercen el poder, como un trasfondo estructural que es necesario comprender para trascenderlo.
En los años setenta del siglo pasado este amigo que refiero nos invitó a colaborar con la incipiente izquierda mexicana, para garantizar precisamente algo que nos parecía fundamental: que las votaciones contaran, en un momento en que las elecciones se llevaban desde el Palacio nacional a través de la Secretaría de Gobernación. Y nuestra lucha, por modesta que fuera, fue por romper con la hegemonía de un partido que había mostrado no sólo altos niveles de corrupción, sino también un gran autoritarismo al permitir que su presidente, alegando conspiraciones, se atreviera a dar la orden para matar estudiantes en el 68.
Quiero recordar esto porque si bien la izquierda mexicana no ha llevado a cabo una seria autocrítica por su tradición estalinista-guevarista, y por su soporte a claras dictaduras que se dicen de izquierda (hay quienes por ejemplo, compañeros míos, que se sienten todavía orgullosos de haber participado en encumbrar a personajes como Daniel Ortega), existe sí una tradición socialdemócrata que poco permeó en nuestra formación pero que hoy más que nunca implica combatir esas figuras caciquiles, combatir el establecimiento de un nuevo partido hegemónico, y fortalecer las frágiles instituciones democráticas que han revivido la vieja utopía mexicana de una república federal y democrática.