Cine asesinatos
El francés Laurent Achard ha alcanzado reputación por los premios a sus cortometrajes “Dimanche ou les fantômes” (Domingo o los fantasmas, 1994), “Une odeur du géranium” (Un olor del geranio, 1997), “La peur, petit chasseur” (El miedo, pequeño cazador, 2004), en el Festival internacional de Clermont-Ferrand, tal vez el de mayor importancia mundial en este rubro, y después con su segundo largometraje “Le dernier des fous” (El último de los locos, 2006), obtuvo el premio Jean Vigo en Francia y el de mejor director en el Festival de Locarno.
Hasta donde recuerdo, sus filmes no han sido estrenados comercialmente en nuestro país. Ahora en la plataforma TV5MondePlus han colocado su tercer y último largometraje a la fecha , “Dernière sèance” (Última sesión, 2011), después del cual solo ha realizado un corto, “Le tableau” (2013) y programas de la serie “Cinéma de Notre temps.
“Ultima sesión” abreva, se le siente vecindad, a la obra maestra de Michael Powell, “Peeping Tom” (1960). Pero aquí, el joven protagonista, el solitario Sylvain (Pascal Cervo) es proyeccionista –y boletero, limpiador y encargado- de un viejo cine, diríase de arte o de repertorio, de barriada, dedicado a exhibir películas clásicas, cuyo cierre está muy próximo y será el detonante de su desequilibrio definitivo.
Mediante flashbacks intercalados y ampliados cada vez, se desprende el trauma infantil incrustado por su madre (Karole Rocher) en su afán de conseguir ser actriz y famosa como las admiradas féminas cuyas fotografías tapizan su pared (de Bette Davis a Vivién Leigh, entre tantas bellezas), y su particular fijación por el arete y las orejas.
Detrás de la película de terror contenida, de asesino serial, del enajenamiento de Sylvain, el director Achard se lamenta de la brutalidad inmobiliaria, de la compra y venta de terrenos y cine para construir edificios, oficinas; tirarlos, deshacerlos, utilizarlos para negocios, comercios; la insensibilidad para tirar memorabilia y todo material sin importarles en absoluto (me acordé cuando cerraron el cine Majestic en la Alameda de Santa María La Ribera y echaron todo en camiones de escombros).
La congoja y conmoción ante la desaparición de esos pequeños o antiguos locales donde antes se podían recuperar en pantalla grande algunas cintas y recordar cuando había permanencia voluntaria en las salas; y ante el magnetismo y la emoción de lo visto, la oportunidad de verlas una vez más la misma tarde, o en su caso retornar a la siguiente; o como una espectadora quien viene desde París apresurada, con retraso, sólo para alcanzar “French Can Can”, y quedarse a verla aún empezada.
De ahí al guiño extra cinematográfico de poner a Noël Simsolo (más reconocido como crítico e historiador de cine, y poco menos de guionista, novelista y eventualmente actor), de anciano cinéfilo y en una secuencia impar recitar con Sylvain diálogos completos del film de Jean Renoir, leit motiv externo y multidimensional.
“Ultima sesión” habla de una pasión por el cine, una razón (oscura) de vida alrededor de él, de existir únicamente para ver películas, recortar fotogramas, unirlos y proyectarlos, con un sentido distante pero similar en el fondo al de Alfredo (el proyeccionista encarnado por Philipe Noiret) en “Cinema Paradiso” (1988); de conservar carteles, “stills”, fotos, de películas añoradas, perpetuadas en nuestras mentes (en un abanico de “Playtime” de Tati a “Last days” con Kurt Cobain). Aunque el deterioro mental de Sylvain lo desconecte de la realidad, habite encerrado en un subsuelo reconstruido debajo de la misma sala, retenga el altar de fotografías (casi extraído de “La habitación verde” de Truffaut), con un retrato primoroso del rostro de su madre en el centro y se atreva a salir de su guarida sólo de noche tras la última función a rebelarse de su madre y a la vez resarcirle, convocarla, adornarla con los aretes recortados. Lo vemos en su modus operandi, en silencio, escogiendo la presa, dejándolas sucumbir y sangrar; y cual retrato acusador a un testigo, a lo lejos, a través de cristales.
Lo mismo se adhiere a la posibilidad de redención, de la mano de una muchacha, de tipo ingenua y noble, para sacudirlo de su fase asesina, despejarle un sentido nuevo, y con pulso Laurent Achard lo encamina, de una tragedia griega teatral inhibida a una variante de la secuencia de “La dama de Shangai”, filmado y editado a manera de revelar a quién se acuchilló hasta la dislocación de la imagen. Y de las exuberancias sangrientas de Sylvain por preservar su cine, su hogar, su misión de preservar esa sala y reanudar el bucle del rollo con escenas finales de “French Can Can”, de esa época festiva, colorida, y la iconografía del baile y de Jean Gabin, María Felix y congéneres, contrastada con la efigie de Sylvain, en vías de reencontrarse con su madre.