Ángeles con cola

Ángeles con cola

La familia estaba feliz. Esa tarde el padre había llegado con un cachorro de labrador en las manos como regalo a su pequeño que estaba de cumpleaños.

Era un precioso labrador mayormente, aunque por alguna cruza desconocida, tenía las orejas algo peludas y el hociquito alargado. Su lustroso pelaje negro presentaba las dos manos y una patita de un tono más claro, un amarillo muy pálido, pero lo más llamativo, eran dos manchas blancuzcas en el pequeño lomo que, con algo de imaginación, parecían dos angelicales alitas. El pequeño fue el primero en notar esta última característica, así que no dudó en llamar a su perro: Ángel.

–¿Ángel?, –preguntó la madre–, ese no es nombre de perro.

Pero el pequeño se obstinó en ello, y Ángel se llamó el cachorro.

Ángel crecía feliz en aquella casa donde no le faltaba alimento, atención de casi todos y, más que nada, momentos intensos de juego con el pequeño.

Un sábado al llegar el padre, la familia vio que traía un animalito; otro perrito, aunque este sí de raza pura: un hermoso pastor alemán. El padre explicó que había sido casi obligado por un compañero de trabajo para que se quedase con el cachorro y la verdad, confesó el padre, había sido conquistado por el cachorrito desde el primer momento.

Todos estaban encantados. Ángel husmeaba también y movía su cola con evidente gusto por el nuevo miembro de la familia, pero…

–Ah, eso sí, –dijo el padre–. Dos perros es demasiado, así que “este”, –dijo señalando a Ángel, se tiene que ir.

Y se fue.

No fue regalado a otra familia. No fue llevado a ningún refugio de animales. Ni siquiera tomaron en cuenta el apego que el animal tenía ya con la familia; simplemente lo invitaron a subir al auto familiar, como en muchas ocasiones lo hacían. Cuando llegaron a un lugar lejano y desconocido, le abrieron la puerta. Cuando Ángel hubo brincado al exterior listo para jugar y retozar como siempre, simplemente la familia cerró la portezuela y el auto emprendió la marcha.

Ángel no era un perro como cualquiera; era poseedor de una inteligencia desusada y rápidamente comprendió la gravedad del asunto. Y además de inteligencia, había sido dotado por la naturaleza con un orgullo casi humano, así que, pudiendo fácilmente encontrar el camino de regreso, decidió que no lo haría.

Vagó sin rumbo ese día, durmiendo a ratos donde mejor le acomodaba y bebiendo agua donde podía. Hambre tenía, pero no encontró nada que le satisficiera al paladar, así que ese día no comió.

Luego de algunos días de andar aquí y allá, se decidió a tomar como su nueva casa una oquedad formada por algunos matorrales y unas grandes piedras en un parque de recreo en las afueras de la ciudad.

De lunes a viernes, sufría lo suyo para encontrar comida porque era rara la persona que se aparecía por allí en esos días, pero los fines de semana, pululaban los paseantes y campistas, entonces no le faltaban caricias y alimento.

Pronto los vendedores ambulantes se acostumbraron a verlo por ahí y, pecando de originales, empezaron a llamarlo “Solovino”.

Los meses habían pasado y el invierno se enseñoreaba por el lugar. 

En su “casa”, los matorrales habían perdido la mayor parte del follaje y eso le dejaba el paso franco a un vientecillo helado que soplaba una noche sí y otra también, pero Solovino (ahora) trataba de acomodarse lo mejor posible e ir pasando las noches de la mejor manera.

Aquel día había amanecido más frío que de costumbre. En el estanque se había formado una delgada capa de hielo que hacía juego con las heladas obleas gélidas sobre el pasto, que por la noche fabricaban el rocío y el aura que pertinazmente congelaba todo lo que tuviera humedad.

Solovino, pese a su marcada inteligencia, no sabía qué día de la semana se vivía, así que no podía adivinar si ese día comería, o sería otro día de ayuno. Pero al acercarse a las áreas de recreo, vio que había mucha gente, por lo que su estómago se alegró. 

En efecto, cada grupo al que se acercaba le premiaba con algún bocadillo, que Solovino pagaba con cabriolas y un satisfecho y sincero batir de su cola. Toda esa mañana había jugado incansablemente con cuanto niño lo provocaba. Parecía que toda esa gente era su familia, sin embargo, Solovino no se daba coba; él sabía que al caer la tarde toda esa gente se iría y él se quedaría solo como otras muchas tardes desde que se había afincado ahí.

Por primera vez desde que fuera abandonado por “su familia”, se preguntó a su alma canina, ¿qué había hecho de malo? ¿Por qué de un momento a otro había sido cambiado por otro animal? ¿Acaso él no merecía ser feliz como otros de su especie?

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un escandaloso concierto de gritos desesperados mezclados con algunos llantos histéricos que provenían de la orilla del estanque. Caminó hacia allá y vio al llegar muchas personas que corrían de un lado a otro por la orilla, gritando y viéndose unos a otros. Entre que la gente se decía “no sé nadar”, “ayuda”, “alguien haga algo”, “pobrecito”, etc. 

Tan pronto como Solovino vio unas manecitas agitándose en las heladas aguas, no lo pensó más. Obedeciendo a su instinto, velozmente pasó entre la gente y se echó al agua, sintiendo como el agua tan fría, hería sus carnes como mil agujas clavándose en su escuálido cuerpo.

Llegó hasta donde estaba a punto del desmayo un pequeño niño que minutos antes había resbalado, su manoteo desesperado, aunado a algunos brazos que, pretendiendo asirlo, lo habían empujado más lejos de la orilla.

Tan pronto como llegó a su lado, Solovino le tomó con el hocico por el cuello de su chamarrita y le acercó a la orilla, donde de inmediato fue sacado por los brazos que ambiciosos se estiraban en torno a él.

Todo mundo celebraba y lloraba por el milagroso rescate; todos querían tocar al niño y todos, sobre todo los varones, se deshacían en excusas del porqué no habían entrado al agua para lograr el rescate.

Solovino exhausto, se había recargado en un árbol y tiritaba de frío. El esfuerzo, aunado al frío extremo del agua, no le dejaban fuerza ni siquiera para sacudirse el agua que le escurría y que ya empezaba a tornarse escarcha. De pronto sintió el peso y la tibieza de una chamarra que alguien le había puesto encima. Era el padre del menor rescatado, quien levantó la voz para preguntar quién era el dueño de aquel perro. 

Uno de los vendedores le explicó que el perro no tenía dueño, le contó cómo había llegado. A pregunta expresa de su nombre, el vendedor le contó que todos lo llamaban Solovino.

El padre cargó al perro envolviéndolo mejor con la chamarra y sus brazos, y declaró:

–No. No vino solo. Alguien –dijo elevando sus ojos hacia la bóveda celeste– lo trajo hasta aquí para ser el héroe de este día. Desde hoy es el miembro más importante en mi familia. 

Se llamará Ángel.

–¿Ángel? –Preguntó la esposa– Ese no es nombre de perro.

–¿Acaso no fue tal para nuestro hijo?

Así Ángel volvía a tener una familia como tanto deseaba. 

Aquel día era el Día de Navidad.

FIN

Jesús Consuelo Tamayo

Estudió la carrera de música en el Conservatorio Las Rosas, en Morelia. Ejerce la docencia desde 1980 Dirigió el Coro de Cámara Aguascalientes desde 1982, hasta su disolución, el año 2003. Fue Coordinador de la Escuela Profesional Vespertina, del Centro de Estudios musicales Manuel M. Ponce de 1988 a 1990. Ha compuesto piezas musicales, y realizado innumerables arreglos corales e instrumentales. Ha escrito los siguientes libros: Reflejos, poesía (2000); Poesía Concertante, (2001); Guillotinas, poesía (2002); A lápiz, poesía (2004); Renuevos de sombra, poesía (inédito); Detective por error y otro cuentos (2005); Más cuentos (inédito); Bernardo a través del espejo, teatro (2006); Tarde de toros, poesía (2013).

Jesús Consuelo Tamayo

Estudió la carrera de música en el Conservatorio Las Rosas, en Morelia. Ejerce la docencia desde 1980 Dirigió el Coro de Cámara Aguascalientes desde 1982, hasta su disolución, el año 2003. Fue Coordinador de la Escuela Profesional Vespertina, del Centro de Estudios musicales Manuel M. Ponce de 1988 a 1990. Ha compuesto piezas musicales, y realizado innumerables arreglos corales e instrumentales. Ha escrito los siguientes libros: Reflejos, poesía (2000); Poesía Concertante, (2001); Guillotinas, poesía (2002); A lápiz, poesía (2004); Renuevos de sombra, poesía (inédito); Detective por error y otro cuentos (2005); Más cuentos (inédito); Bernardo a través del espejo, teatro (2006); Tarde de toros, poesía (2013).

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