Democracia y plutocracia
La democracia liberal se basa en los principios de soberanía popular, derechos políticos y libertades ciudadanas, elecciones, pluralismo político, separación de poderes e independencia de la función jurisdiccional. A partir de la propuesta de los derechos del hombre, en su connotación restringida, se ajustan las características del Estado de Derecho (los límites de los poderes) y por el Estado mínimo (límites a las funciones del Estado).
El Estado de Derecho significa la concreción del gobierno de las leyes por encima de las pasiones de los hombres (Aristóteles). Es decir, los poderes públicos están subordinados a las normas generales, la Constitución, cuyo mayor valor radica en que convierte (o pretende convertir) en derecho positivo los derechos naturales, lo cual implica que todas las leyes y los actos de la autoridad tienen el límite que impone la vigencia de estos derechos esenciales del ser humano.
Por otra parte, los teóricos del Estado liberal “nacieron expresando una profunda desconfianza hacia toda forma de gobierno popular (y sostuvieron y defendieron a lo largo de todo el siglo XIX, y más allá, el sufragio restringido)”. (Bobbio)
Pese a ello, la democracia moderna “no sólo no es incompatible con el liberalismo [económico], sino que puede ser considerada como su consecuencia natural”, pero con una condición: entendida la democracia moderna en su acepción restringida, minimalista, en su sentido procesal y jurídico-institucional, y no en su sentido sustancial, en su significado ético.
A pesar del reconocimiento de las desigualdades sociales como nulificadoras de la igualdad jurídica, Bobbio reitera que “el método democrático es necesario para salvaguardar los derechos fundamentales del hombre y que la salvaguarda de estos derechos es necesaria para el funcionamiento correcto del método democrático”. (Bobbio).
Ciertamente, pero el conflicto es socioeconómico antes que político (éste es la apariencia, aquél es la esencia), y se vuelve crítico cuando la democracia liberal es sólo “el cascarón vacío” (Lenin) del capitalismo salvaje, cuyo proceso económico opera según “las leyes del mercado”, al margen y por encima de las leyes morales del ciudadano.
“En la práctica esto significa que los ciudadanos no detentan solos el poder político: fundamentalmente lo comparten con los detentadores de capital individuales y, sobre todo, las grandes firmas industriales, comerciales y financieras… [Los representantes políticos y los gobiernos] pueden apoyarse en sus electores para resistir la presión de los poderes económicos: pero ésta resulta muy fuerte, en tanto que también pueden influenciar a los ciudadanos [mercadotecnia de la ideología]. Las decisiones políticas son tomadas en el marco del paralelogramo de fuerzas resultantes de la combinación de estos factores. De esta manera el modelo democrático es en realidad un modelo ‘pluto-democrático’, dado que el poder reposa a la vez sobre el pueblo (demos) y sobre la riqueza (ploutos)”. (Duverger, Instituciones Políticas y Derecho Constitucional).
Han establecido una igualdad jurídico-política sobre la base de la desigualdad económica y social, la cual creó una casta plutocrática. Podemos parafrasear a Stendhal [citado por Duverger]: “el sistema bancario-bursátil es la cabeza del Estado, la burguesía ha reemplazado Palacio Nacional por la Bolsa de Valores y las trasnacionales son la aristocracia del régimen”.
Existe un desfase entre el sistema de valores proclamado y las instituciones concretas. La tecnodemocracia es profundamente diferente de la democracia liberal, y se apoya sin embargo en la misma ideología fundamental. (Duverger). Las creencias de los individuos, en la contienda política, se toman en cuenta por su eficacia electoral antes que por su verdad. Y “los gobernantes tendrían que descubrir exactamente, en sus condiciones, las opiniones de las masas, y, de este modo, saber contornearlas”. (Horkheimer. La función de las ideologías)
La tecnodemocracia dominante (Bobbio. El futuro de la democracia) está basada sobre las empresas multinacionales y nacionales –extensión éstas de aquéllas–, que planifican sus actividades e imponen sus productos por medio de la publicidad y los medios masivos. Desean un Estado débil que no intervenga en el dominio económico, pero exigen que los gobernantes aseguren la operación del mercado, la producción, el consumo y los intercambios, y, a la vez, contener o nulificar las demandas sociales, especialmente cuando derivan en crisis o subversión.
“Las decisiones políticas son menos la consecuencia de una presión de la base –electores o consumidores—, que [respuestas] de una voluntad de orientar el futuro, determinado en la cumbre; la propaganda y la publicidad tienden seguidamente a hacerlas ratificar por la base”. (Duverger)
Así como la democracia liberal correspondió a las revoluciones de 1688 y 1789 y al desarrollo industrial del siglo 19, el nuevo modelo oligárquico mundial se ha expandido a partir de la llamada revolución tecnológico-informativa desde finales del siglo 20, el gigantesco aumento en la generación y control del conocimiento humano, la informática y la eficacia de la acción sobre los hombres (sicología y sociología), todo ello magnificado exponencialmente por el modelo de globalización económico-financiero, en paralelo al militarismo sin cortapisas de las potencias, que no es sino la válvula de escape de la permanente tensión y crisis del sistema (anticipado por Rosa Luxemburgo hace poco más de un siglo).
La privatización de los progresos científicos y técnicos empujaron hacia la constitución de vastas entidades multinacionales y firmas gigantes que controlan el conocimiento, la tecnología, los flujos financieros y comerciales. Imponen reglas y modelos de vida a escala global porque sólo así aseguran eficacia y supervivencia del capitalismo contemporáneo, para el que las fronteras nacionales son ámbitos demasiado estrechos. Sin embargo, la plutocracia económico-financiera global está más unida al Estado que nunca: “tiene más necesidad de él y a su vez lo domina mejor”. (Duverger)